miércoles, 2 de diciembre de 2009

CASTILLOS DE ARENA (Experiencia FB multinacional y tripartita)





Escrito por:

Alejandra Garrido, Alicia Gonzales Garrido,

y Danilo Gutiérrez Baella

Idea original:

Alejandra Garrido

Noviembre 2009



A pesar de que el día en la costa no estaba agradable, Tomy iba corriendo por la arena con su tabla de surf dispuesto a enfrentar a las olas en un mar picado.

Al llegar a la orilla vio a una chica rubia que estaba con su hermanito armando un enorme castillo de arena que parecía la obra de un arquitecto.

Se detuvo y le dijo:

-Hola, me llamo Tomy, tu castillo es precioso, ¿me dejas ayudarte?

Mientras la muchacha lo miraba detenidamente, su hermano menor se adelantó a responder:

-Sí, ayúdanos, quiero que este sea el mejor castillo de toda la temporada, cuando esté terminado, le sacaremos una foto antes de que alguien lo destruya.

Tomy sin pensarlo dos veces se agachó e inmediatamente se puso a trabajar muy contento de sentirse niño otra vez.

Aimé, la chica rubia, le contó a Tomy que cuando era chica se disfrazaba de princesa, su escenario era el balcón terraza de la abuela Mirta que vivía en una casona de Belgrano. El muchacho la escuchaba embobado por ese aire naif que emanaba con esa mixtura mujer, ángel y niña.

Las horas habían transcurrido velozmente y el castillo parecía confeccionado por uno de los dibujantes de Walt Disney. ¡Qué grande era! Tomy, Aimé y su hermanito Nico, ya agotados contemplaban echados en la arena esa maravillosa obra producto de sus esfuerzos.

En eso, una voz a lo lejos llamó la atención de Aimé; era su padre, quien a las claras denotaba nerviosismo y preocupación por la presencia de Tomy y su tabla de surf.

- ¡Aimé, Nico! ¡Vengan inmediatamente a almorzar, que su madre les está esperando!

Tomy se levantó bruscamente al notar la incomodidad del padre, y logró distinguir a la distancia que su mirada le fulminaba. Hizo ademán de despedirse con rapidez de los dos hermanos, pero Aimé le tomó de la mano, y le dijo:

- Tomy... no te vayas. Te invito a almorzar...

Tomy, como todo chico seguro de sí mismo, se recompuso inmediatamente, irguió su espalda y mentón para caminar a la par de Aimé y Nico, le extendió la mano al padre de ambos y se presentó. Osvaldo, al sentir ese apretón fuerte de manos, cambió su actitud por otra mucho más relajada. El muchacho parecía educado, desenvuelto y digno.

Nico comenzó a mostrarle a su padre las fotos tomadas del hermoso castillo, el niño estaba muy feliz y no hacía más que ponderar la habilidad de Tomy. "Tomy esto y Tomy lo otro".

No fue novedad para Osvaldo que hubiera un invitado inesperado para el almuerzo. ¿Cómo negar un pedido de esa naturaleza? Después de todo era más ventajoso poder tener acceso a más datos sobre este jovencito del cual su hijo ya era fan y era indudable que la mirada de Aimé tenía más brillo que cuando despertó esa misma mañana.

Entretenido y sabroso el compartir durante el almuerzo. María Julia, la madre de Nico y Aimé observaba a su hija mientras Tomy contaba sus aventuras sobre las olas del mar. Osvaldo, por otro lado, no pudo dejar de comentar sus propias aventuras de joven sobre vetustas tablas Longboard, teniendo la invalorable experiencia de haber corrido olas como amateur en las mismísimas playas de Hawaii.

Tomy reía, Nico apuraba el helado con duraznos del postre, y Aimé soñaba... ella sobre la vieja Longboard de su padre, Tomy atrás de ella sujetándole de la cintura, ambos viajando en una ola que jamás terminaría de correr, eterna, maravillosa, inmensa y muy lejana de la playa.

-Tomy, ¿fumas? - preguntó Osvaldo repentinamente al muchacho, ofreciéndole un cigarrillo con la cajetilla en la mano.

Tomy declinó la oferta, él era un chico deportista, todo fibra y mucho gimnasio, curioso por conocer más detalles sobre la experiencia de Osvaldo en Hawaii, lo bombardeó a preguntas mientras compartían un café en el salón.

Al despedirse esa tarde Tomy tenía el firme propósito de emular a Osvaldo y probar las enormes olas del mar de Hawaii.

Dos meses más adelante Tomy, quien ya había establecido una relación de idas y venidas frecuentes a la casa de Aimé, le confirmaba entusiasta que iba a participar en un campeonato de surf para el cual estaba aplicando desde la primera conversación con Osvaldo, y que tenía que partir en poco tiempo a Hawaii. Aimé no supo qué decirle primero, y trató de disimular su desconcierto, aunque Tomy no necesitaba mucho para darse cuenta que una fuerte inseguridad se apoderaba de Aimé. Ambos prometieron escribirse y verse tan pronto como él volviera.

Pero no fue así.

Seis años habían pasado, sin que Aimé volviera a tener noticias de Tomy. Los primeros meses fueron muy duros, ella no podía olvidar al dulce Tomy, aquel chico de la tabla surf con el que construyó un castillo de arena. A pesar del decir de “que el tiempo todo lo sana”, ella no podía concentrarse más en sus proyectos ni en otro sueño que el de estar al lado de Tomy, pues al irse, muchas cosas cambiaron radicalmente, y la vida no volvería a ser lo que fue.

Y ahí estaba ella, observando como el mar lamía con suavidad la orilla de la playa... esa playa adorada, tan suya, tan llena de recuerdos de niña y añoranzas familiares. Allí iniciaron sus más hermosos sueños, primero en pie sobre el balcón del Castillo de Arena, con su gran sombrero en punta de Princesa de Mar, al lado del hermoso juguetón de su hermanito Nico.

¿Y Nico? Ya no escribe, está cumpliendo sus propios sueños terminando sus estudios en otra ciudad lejana, perfilándose para llegar a ser un gran escultor y pintor. Una buena escuela de arte le esperaba al terminar pronto la secundaria. Sus retratos en acuarela y témpera sobre lienzos medianos y más grandes, todos con la imagen de ella, sus padres, sus Castillos de Arena... algunos con el recuerdo de la imagen de Tomy y su tabla de surfear... Todos esos retratos se los obsequió, y ella los tenía colocados en cada rincón de su habitación, del pasadizo, de la sala y del comedor. Toda la casa inspiraba arte puro, y buenos recuerdos. Recuerdos como el día en que Tomy le dio su primer beso, a oscuras, entre susurros de amor mezclados con los de las olas al andar sobre la arena, con su aroma marino lleno de vasta humedad...

Pasaba el tiempo. El padre de Tomy se desempeñaba como gerente general de un poderoso banco, vivía abocado a su profesión y a su único hijo, merecedor de todos los cuidados desde que Mónica, su esposa y madre de Tomy, murió. El día que su hijo le comunicó su decisión indeclinable de radicarse en Hawaii, sintió una puñalada en el pecho y que la garganta se cerraba, pero conociendo el carácter indomable de su hijo se dio cuenta cuán inútil sería tratar de desviarle de su anhelo. Ni siquiera sirvió el recordarle aquel amor del cual Tomy le hablaba tanto, esa chica rubia y angelical llamada Aimé.
Si bien cada vez que lo visita lo veía muy feliz en su cabañita de Oahu y orgulloso con su primer trofeo obtenido como surfista a nivel mundial, tener a su único hijo viviendo lejos era algo que no podía asimilar.

El muchacho trabajaba por las noches como mesero en un restaurante VIP, dormía unas pocas horas y el resto era entrenamiento.

A Tomy no le faltaban muchachas con quien salir; el caso es que ninguna producía un “clic” especial en él, ese que sintió al ver a Aimé.

"La vida siempre debe tener una misma dirección para llegar a tus metas, y en el camino deberás dejar muchas cosas de lado para lograrlas…"; eso le había enseñado su padre. Sin embargo, Aimé no era una “cosa” que dejar de lado, pero no imaginaba cómo hubiera podido avanzar tanto en su carrera de surfista trayéndola a su lado, arrancándola de su amada familia en Argentina a un mundo de velocidades vertiginosas y loca aventura como lo era Hawaii. Pero Tomy, en el fondo, la recordaba mucho, y sufría al pensar el daño que le estaría haciendo al no volver a contactarla. “Así es mejor, pues el tiempo curará sus heridas…”.

Tomy acostumbraba irse a dormir por encima de las dos de la mañana (si una cita no se había dilatado demasiado, y lo hacía pasar en vela hasta el amanecer...), y levantarse a las cinco. Luego de preparar su maletín, tomaba un vaso repleto de jugo puro de naranja recién exprimida, y un racimo de seis o siete plátanos para irlos comiendo por el camino. Una vez atada su tabla a la parrilla de la pequeña camioneta Ford, se dirigía a la playa donde siempre encontraba a sus amigos de surf.

Ellos solían comer sus plátanos en fila, uno a uno, bañados con una botella entera de Gatorade. Luego se ponían el traje, e iniciaban su sesión de calentamiento, y Tomy siempre era el primero en volar como una saeta negra con tabla amarilla por encima de las crestas a punta de brazadas que esparcían al mar como estrellas tras él.

Ese día, uno de sus amigos esperaba sentado en su tabla al lado de la de Tomy en altamar, y le preguntó de improviso:

- ¿Qué significa ese diseño de castillo en la punta de tu tabla? ¿Qué inscripción tiene abajo de la figura?

Tomy mantuvo la vista sobre las olas lejanas, pero en el fondo sintió un tirón; creyó que nadie prestaría importancia a la figura impresa en su tabla ganadora...

- Dice... "A - I - M - É".

Casi ni sintió dolor, pero sí la brusquedad terrible con que lo sumergió de pronto. Había mucha sangre en el agua, sus compañeros desde la orilla gritaban ¡Tiburón, Tomy, tiburón!, y Tomy se dio con la sorpresa de encontrarse con una fuerza poderosa que le arrastraba por la superficie del mar, lo sumergía, y que tenía que luchar por su vida. El animal lo soltó de pronto, tal como lo había tomado, y Tomy en shock tuvo el impulso instintivo de recostarse sobre la tabla. Comenzó a bracear rumbo a la orilla, con la mente en blanco y el resto del cuerpo adormecido. Atrás en el mar sus compañeros hacían lo mismo, y pasaban a Tomy velozmente. Él seguía braceando y braceando, llegando a ver muchos brazos y manos a su alrededor tratando de sacarle del agua, de ese océano maravilloso donde su vida tomaba otro sentido, aquel que ahora empezaba a perder hasta quedar en la más completa oscuridad.

Despertó horas más tarde aturdido por la anestesia en la sala de recuperación del hospital, los médicos le hacían preguntas, él respondía como un autómata, sentía un profundo dolor en su pierna derecha, pedía que le suministraran un calmante. Afortunadamente el dolor empezó a desaparecer paulatinamente, mientras él caía en un profundo sueño.

Se vio recostado sobre la playa, a su lado Aimé y Nico construían un castillo de arena. De nuevo le pareció que había retrocedido en el tiempo, que nada había cambiado desde esa apacible mañana en la que se sintió por primera vez pleno y feliz. Aimé sonreía y le presentaba a su padre, y él intentaba congeniar con ese hombre que le hablaba de su afición al surf y de sus experiencias en Hawaii.

Lo despertó la enfermera. Era la hora de sus medicinas. Mientras lo incorporaba, la enfermera murmuró al oído de Tomy que muy pronto tendría que comenzar el tratamiento de rehabilitación, y que el cirujano vendría a revisarlo en unos minutos. Él le explicaría con más detalle su estado, pues Tomy preguntaba y preguntaba sin parar, y la enfermera no le quería dar ninguna respuesta que no fuera autorizada por el médico a cargo. Todo era confuso, y Tomy no sentía su pierna derecha...

El padre de Tomy caminaba a toda velocidad por el pasillo del hospital, abrió la puerta de la habitación 202 al tiempo que escuchaba un grito desesperado: "¡Mi pierna, por Dios, mi piernaaa!”. En ese instante corrió a su lado, apartó al médico del cual Tomy se encontraba aferrado, y le abrazó como queriéndole devolver esa parte de él que ya era imposible de recuperar.

Pasaron días, meses, un año más… Tomy se encontraba de regreso en Buenos Aires. La casa de Villa Devoto le pareció más chica que antes, especialmente la piscina, pues se encontraba vacía y sucia. Se dirigió a su habitación y comenzó a revolver el cajón de la mesita de noche, buscando algo, como si allí fuera a encontrar una parte importante de su vida.

Efectivamente, allí encontró la carta de amor que guardó celosamente y por tanto tiempo. Al verla amarillenta tomó conciencia de los años transcurridos, y sintió que algo se quebraba lentamente en su interior.

Mientras asomaban lágrimas , Tomy comenzó a leerla:

"14 de febrero de 1999

Tomy, mi dulce amor...

Sé que aún estás en Argentina, pero el dolor que siento es tan grande que pienso son años los que han pasado desde la última vez que nos vimos.

Tú dices que sólo irás, competirás, y volverás. Yo no puedo evitar que des el paso, pues que ganes es lo que más quiero en este mundo... después de ti. Sin embargo, el cariño que sientes por el surf y tu afán de ganar hasta vencer al último de tus competidores puede llevarte a decidir esperar un mes más, y otro más, y así ir cambiando mi cariño por tus sueños aún no realizados.

A estas alturas ya debes haber recibido mi regalo, quizás el último, pero sólo Dios lo dirá. Es amarilla, como tú la querías, y aparte de las marcas estampadas encontrarás una muy especial... una que, aunque me dejes por el surf, llenará con buenos recuerdos tus noches de soledad, tus momentos vacíos, tus tristezas. Es nuestro Castillo de Arena, el único y maravilloso castillo que adorna eternamente la playa en que nos conocimos. Fíjate en el balcón... ahí estoy yo, tu princesa vestida y lista para ser raptada por ti a través de las olas en Hawaii, encabezando la proa de tu tabla para que me mires, feliz como supiste hacerme, tan feliz como nunca fui antes, Tomy.

Sé feliz tú también. De más está decirte que mis padres y Nico te desean muchos éxitos nuevamente, ya lo hicieron contigo en casa, pero no cesan en repetirlo. Y yo, bueno, me voy contigo... ¿qué más te puedo decir?

Te amo con todo mi corazón. Siempre esperaré tu regreso a mi playa, a mi castillo, a mi alma soñadora.

Tu Princesa de toda la vida, tu Princesa del Mar…

AIMÉ.”

El muchacho comenzó a llorar amargamente, apretó muy fuerte la medallita de oro que le había regalado su madre con la imagen de la Virgen de Luján, le pidió fuerza y coraje para poder mostrarse ante su princesa como un soldado que ha regresado de la gran batalla de la vida.

Se encaminó hacia el cuarto de baño sosteniéndose en sus muletas para darse una ducha rápida, se perfumó, salió a la vereda y tomó el primer taxi que pasaba. Pareciera que todo el poder de la Santa Madre hubiese bajado sobre Tomy.

El trayecto hasta la casa de Aimé le resultaba interminable pero su alma estaba liviana de miedos y angustias.

¿Cuántos años habían pasado ya? ¿Diez...? ¿Qué miradas encontraría ahora en esa casa, luego de haber desaparecido sin mails, cartas, o siquiera una postal para que supieran de él, para que Aimé no siguiera esperándolo más?

Pero... ¿Amaba a Aimé, o sólo amaba a la casi niña en su recuerdo frente al mar, su hermano, el hermoso Castillo de Arena donde ella era la Princesa del Mar?

El taxi se aproximaba, y Tomy notó que las calles lucían un tanto distintas, llenas de modernidad, diferentes a como las dejó... Una gaviota apareció de pronto frente al vehículo, volando rasante y por delante, como guiándolo a su destino, a su inequívoca realidad...

Frente al mar, allí donde siempre estuvo el hogar de Aimé, Nico y sus padres... encontró lo que jamás imaginó que podría hallarse...

En lugar del dúplex esperado perteneciente a la familia, ahora había una pequeña tienda de venta de productos náuticos. Indagó con los vecinos acerca del paradero de Osvaldo, y le dijeron que el hombre, después de haber tenido un accidente cerebro vascular, entró a la ruina, vendió la casa y se trasladó con toda su familia a un barrio de viviendas más económicas. Tuvo la suerte de charlar con gente servicial, que le recordaban de esos tiempos, y sabían de sus éxitos como surfista. Le facilitaron el nuevo teléfono familiar, pues no habían perdido contacto con Osvaldo.

Tomy comenzó a presionar los números de su celular. A la tercera timbrada, escuchó la voz de Aimé…

- ¿Hablo con la princesa que diseña los más bonitos castillos de arena?

Aimé guardó silencio. No quería ni imaginar que fueran falsas sus expectativas, y que se tratara de alguna broma de mal gusto.

- He regresado de un largo viaje, y traigo una carta en mi bolsillo…

-Tomy, ¿qué esperas? ¡Ven ya mismo!

- No soy el mismo Tomy que has conocido, te desilusionarás cuando me veas…

- Eso no sucederá – replicó con voz cortada por la emoción.

- ¿Tan segura estás Aimé? Por favor, piénsalo bien antes de responder…

Aimé oía la voz grave con la que Tomy le hablaba. Era notorio el cambio en su tono ya maduro, voz de persona golpeada por la vida, y que anunciaba un cambio importante en él... un cambio que podría afectar su larga expectativa por verle al fin.

-Tomy, háblame claro por favor... ¿Crees que yo dudaría en recibirte y escucharte después de todos estos años de esperar noticias tuyas, de querer saber de ti, más allá de lo que los diarios eventualmente nos informaron? Sé por las fotos publicadas que más de una persona ha estado a tu lado en todo este tiempo, y has hecho alarde de ello más de una vez. Los periodistas se encargaron de lo demás.

-Lo sé, Aimé, lo sé... eso pasó, y lo llevo adentro como un puñal clavado en el corazón, pues nunca te olvidé. Sin embargo, como bien dice tu carta, mi pasión por la tabla y por ganar fue más fuerte, y mi inmadurez me ha hecho pagar muy caro el abandonarte por esa ilusión...

-Tomy, no sigas - paró en seco Aimé - No sé dónde estás, seguramente aún muy lejos, pero será bueno que tú también pienses bien si estás preparado para ver lo que hallarás al otro lado de la puerta...

Tomy, resuelto ya a enfrentarse con Aimé, y mostrarse con una pierna menos, tullido, discapacitado para volver a correr la bella tabla surf amarilla que le regaló, sintió que la crisis en la que cayó Osvaldo y su familia era la razón que le hacía hablarle así.

-Aimé, estoy a tan solo 100 metros de tu puerta. Dame un par de minutos, y sólo ábreme cuando de tres toques como antaño, ¿de acuerdo?

-Está bien Tomy, así lo haré.

Tomy avanzó con sus muletas con paciencia, respirando a cada suelazo dado con el corazón desenfrenado, el pulso golpeando sus venas hasta casi reventar. No pudo evitar temblar, titubear, desestabilizarse hasta casi perder el equilibrio y caer al suelo. Sudaba frío... "Aimé, Aimé... ¡no me rechaces por favor, perdóname todo lo que te he hecho sufrir!", clamaba a gritos desesperantes en el pensamiento hasta llegar a la puerta de su humilde casa familiar.

-Sólo mi mano sobre la madera, y tres toques... - lo dijo en voz queda para sí.

Toc, toc... ¡TOC! Trastabilló, y una muleta cayó al piso con cierto estruendo. En el intento de detener la caída, Tomy se percató que la vieja cortinita de la ventana junto a la entrada se sacudía de pronto y dejaba adivinar que había estado siendo observado.

La puerta se abrió, y los ojos de una Aimé ojerosa, cansada, se clavaron en los de Tomy... él iba a decir algo, pero la voz quedó ahogada en la garganta, casi asfixiándole…

-Junior... - dijo Aimé sin quitarle la mirada a Tomy. Junior habló apoyando su mano en la de Aimé.

- Entonces mami... ¿Él es mi papá?

Tomy no sabía qué decir. A pesar del impacto que esta revelación le causaba, se reconocía en el rostro de aquél niño que le miraba sonriendo. No cabía duda, el mismo hoyuelo en el centro del mentón, e idéntica mancha de nacimiento sobre la frente.

Aimé rompió el hielo invitándolo a entrar.

-Ponte cómodo, voy a preparar el té. Quédate con Junior, tienen mucho que hablar los dos.

Junior fue por el álbum de fotos. Quería compartir con su padre los detalles de sus primeros años de vida, y también sus logros en el equipo de fútbol del colegio. Junior también era deportista, y como a su padre, le encantaba cabalgar sobre las olas, aunque su mamá le tenía prohibido ir a la playa solo, y en especial entrar al mar.

Tomy le contó sobre sus aventuras surfeando en Hawai, la magnitud y turbulencia de sus olas, y también del ataque del tiburón. Le contó a su hijo cómo le había cambiado todo su mundo, al punto de permanecer postrado por mucho tiempo incapaz de hacer una vida normal. Junior abría los ojos con sorpresa, mientras que Tomy le aseguraba que a pesar del tiburón que le llevó la pierna, el Señor, el mar y sus playas fueron las que le dieron el regalo más precioso: un amor como el de Aimé, y un hijo maravilloso como el que acaba de conocer.

Aimé los escuchaba sin intervenir, pues no había ninguna explicación que dar. Finalmente, Tomy regresaba a su vida, a su playa, a su Castillo de Arena frente al mar. Ella sabía que esta vez sería para siempre.

FIN

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