jueves, 12 de febrero de 2009

POR SI LAS MOSCAS...

MOSCA

Un cuento de Danilo Gutiérrez Baella (Año 2009)


Un largo suspiro al momento de soltar el cuerpo estresado sobre los mullidos cojines del sillón. Nada como estirar los pies sobre el puff de la sala, sin zapatos, arrumado en el confortable.

Camisa abierta hasta el pecho, corbata tirada en cualquier sitio. En mi mano, el Cuba Libre deseado con harto hielito picado en vasote High Ball labrado en cristal de roca, y la infaltable rodaja verde del limón. Roncito Bacardi guardado en el bar para esos discretos engreimientos. El ventilador silencioso en punto “2” y el equipo Sony ya están prendidos. Música de Brasil, un relajante Bossa Nova en la voz de Gal Costa… ¡Ahhhhh, qué frescura!

Bebo un primer traguito de Cuba helado, y el recio frescor derrumba telarañas de sequedad y calor dentro de mi garganta. Me estremezco, ¡qué rico! Al lado, la revista sabatina que llevo tres días tratando de leer. Quedo abandonado a los textos y fotos mundanas y lujuriosas, adormecido por los suaves sonidos de la música brasilera. Samba, Samba… Bossa Nova, Calipso, sueño, paz…

¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ!

Rebalsa el ron sobre el sillón al pegar el salto.

¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ!


Un cosquilleo en mi cachete izquierdo, que luego salta a la punta de mi nariz. Veo dos moscas grandes que brillan con tiznes de oro y esmeralda, mezcla de tornasoles en las alas… Me doy cuenta… estoy bizco, es sólo una mosca, no dos. En estúpido reflejo reviento la revista sabatina en mi cara. El bicho vuela dejando atrás la nariz caliente, y al portador del apéndice totalmente anonadado con un trozo rasgado de la portada entre los dedos.

¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ! ¡BZZZZZZ! “¡AAAARRRRGGGGHHH! ¡Está en mi orejaaaaaa!” Y un “¡Plafff!” otra vez con la mano y el papel couché arrugado dentro de un puño. Quedo medio sordo, y suelto maldiciones que sólo escucha mi oído izquierdo. Mareado por este golpe, tropiezo con mi precioso High Ball de cristal que cae y se hace trizas sobre el piso cerámico. El clic - clic - clic de los vidrios bajo mis suelas se mezcla con un glub - glub que se pega y resbala. Ahí está el Cuba Libre convertido en un mar oscuro sobre el cual corren los hielitos como dos icebergs antárticos entre brillos de cristal, y la rodajita de limón verde como reflejo extraño de un sol inexistente.

Boquiabierto, adolorido por dos frentes de mi cabeza caliente, observo estupefacto al insecto causante del desastre posarse sobre la rodaja de limón. Pienso: “Encima te tomas mi Cuba… ¡Maldita!”. Levanto el pié para aplastar al bicho, piso el hielo, resbalo y vuelo por unos segundos al lado de la criatura peluda. Sus dos ojos ocelos fragmentados parecen achinarse de risa (odiosa persiana voladora…) al verme caer de espalda contra el suelo frío y mojado. Alfileres de fakir helados, esquirlas del cristal High Ball clavándose presurosos en mis carnes sin misericordia alguna.


Contra el piso cerámico, boca abierta hacia arriba, y aún mareado por el porrazo de ochenta y tantos kilos acrobáticos en caída libre, abro los ojos entre nubes. Todo da vueltas, también el insecto a diez centímetros de mi nariz, con claras intenciones de volverse a posar. “Paciencia”, me digo. “Debo esperar, aguantar, y pensar.” Gal Costa interpreta ahora “A Garota de Ipanema” mientras la mosca, al son de Bossa Nova, hace círculos lentos zumbantes en un perfecto espiral estirando las patas peludas, posándolas en puntitas asquerosas sobre mi nariz chorreante de sudor.

Cosquilleo insoportable, visión monstruosa a milímetros, y una inmediata evocación mental a la sabiduría de Ghandi me hacen reflexionar.

“Aguanta… a-guan-taaa…”. La mosca se pasea por mi cara con absoluta tranquilidad, dueña del terreno. Camina por mis mejillas, avanza hacia mi ojo derecho (¡horror!). Cambia su recorrido, y sube la ladera hacia una aleta de mi nariz. Asqueado, distingo el tubito negro de la lengua que brota como un rayo repetido de su horrorosa cabeza y saborea mi piel, mezcla de sal y Coca Cola. Levanto mis brazos con mucha lentitud, sin respirar, acalambrado, evitando una mueca de repugnancia…

“¡Tooooomaaaaaaaa!” Mis manos aplauden atrapando al moscón, sin aplastar al bicho ni a mi nariz. La pelota peluda que llegó a elevar su cuerpo en intento de fuga, rebota ahora zumbante y desesperada entre mis palmas. Allí estoy, tendido de espalda en el piso helado, ardiente en mis carnes, y mojado, con las manos juntas elevadas sobre el pecho como en devota oración, soltando una carcajada nerviosa y triunfante.

Luego quedo en silencio. Noto que la mosca también se detiene en su cárcel de piel, expectante. “¿Y ahora? ¿Cómo me incorporo sin manos? ¡Ufff!”.

"¡Pero no te vas a escapar, desgraciada!”, grito sacudiendo el globo de dedos trenzados, alborotando sin piedad al horrendo animal. Sin duda la única forma es apelar a mis dormidas almohadillas abdominales, y en supremo esfuerzo, tratar primero de sentarme para doblar hacia adentro una de mis piernas, y recordar cuán ligero era de niño, sin columna tiesa que impida sentarme.

Intento una vez… crujen mis costillas arrejuntadas contra la columna vertebral, y caigo con sonoro nucazo en el cerámico. Flexiono mis piernas, y acalambro mi espalda. “No importa”, me digo sufriendo. Exhalo todo el aire, y le doy hacia delante pegando mi pecho contra las rodillas, reventando el flotador cuarentón de mi cintura… Caigo de costado (vuelvo a ser feto), y apoyando mis manos juntas con fuerza contra el piso, ejerzo una perfecta palanca que me ayuda a ponerme de rodillas, e incorporarme pesadamente sin desprender los dedos entrelazados.

“No se mueve”, percibo al recobrar el aliento. Sacudo mis manos, y nada. “No… ¡la aplasté! Pucha…”, suelto en voz alta con cierta amargura, con decepción de no cumplir la proeza en forma impecable, y hasta un apagado arrepentimiento. “Pero… ¡qué michi! La maté y punto al torcerme en el suelo. ¿Cómo estarán mis manos? ¿Habrá revent…? ¡Nooo, puajjjj!”.

Decido comprobar el estado del animal, y entre abro mis dedos. “¿Dónde está?” Abro un poco más, un tanto más… ¡no lo veo!

Aún mantengo las dos palmas extendidas, cuando la mosca aparece rodeando mi dedo medio desde atrás hacia arriba, saliendo audaz de su precario escondite. Vuelve a lamer mi piel con su tubito negro en un segundo, y en el siguiente vuela hacia mis ojos con renovada agilidad.

Primero me tapo los ojos, me agacho con torpe temor, pero de nada sirve. El ZZZZZZZZ ZZZZZZZ ZZZZZZ gira por mis oídos con furia, esquivando mis manotazos y aspavientos descontrolados. Retrocedo sobre el charco alcohólico, resbalo, y la música de Gal Costa con su “A garota de Ipanema” se aplasta con estrépito entre el piso cerámico y mi espalda. ¡Crash! ¡Plink! ¡Crick!

“¡Mi Sony!”

Una histeria asesina me invade al levantarme, y observo la mota negra afirmada primero en mi pecho abierto, y salir disparada al instante hacia un lugar más seguro. Con mis cuatro pelos en punta, chorreando rabia y licor, arremeto con el cojín redondo de mi puff contra el aire donde la mosca se enseñorea como el Barón Rojo en plena balacera. Corro y salto sobre mi sillón, me tiro de bruces contra la alfombra, doy suelazos a la puerta de vidrio que separa la sala del jardín, doy un manotazo sobre la botella de Bacardi que yace encima del bar (otro ¡CRASH!, y más vidrios por doquier). Excitado, arrítmico, bufando y sudando, abro la boca sin pensar… La mosca aparece de la nada e ingresa directo a la garganta, vibrante sobre mi lengua, antes de sumergirse en mi laringe y esófago.

Me ahogo, me atoro; no hay aire, sólo asfixia y deseos de vomitar. Una sensación de horrible llenura invade mi estómago, y duele, duele mucho. Siento que, como un tubo enorme, sube otra vez por mi esófago, me ensancha todo queriendo salir, deseando que yo explote. Llega a mi paladar, amargo, fétido, resbaloso y meloso. Toca mi lengua y mis labios, ya me muero de dolor, sin oxígeno. Salen dos enormes patas negras como brazos peludos que se estiran y doblan para apoyarse en mi pecho, mientras el resto del cuerpo del insecto sigue pujando por salir, y…

“¡Papá, Papá!”. La voz de Diego me hace reaccionar. Me encuentro gritando sin voz, ahogado por la sangre que aún llena mi boca. Abro mis ojos con miedo, temiendo ver al horrible monstruo alado detrás de mi hijo.

“Papi, tranquilo, ya te están llevando a la clínica Ricardo Palma… estamos en la ambulancia, tranquilo papá, vas a estar bien.” Un enorme tubo respirador parece salir de mi boca, aunque sólo alcanzo a ver los bordes de la mascarilla que bloquean parcialmente la vista. Miro fijamente a Dieguito, requiero una respuesta urgente a esto que sucede y no entiendo.

Parece entender mis cejas arqueadas y mis ojos saliendo de las órbitas. “Papi, regresaste del trabajo, entraste a la casa, y parece que te quedaste dormido tomándote un trago por los vidrios y líquidos que te rodeaban cuando te encontramos. Acaba de ocurrir un terremotazo, papá, se ha caído el sur del país, y también el viejo librero colgante que estaba a tu espalda. Se desprendió y te cayó encima. Has estado inconsciente, aplastado debajo de tus colecciones, y… asfixiándote papi. Te juro que ha sido un alivio para mí que reacciones aquí, en la ambulancia. Los paramédicos y bomberos, luego de sacarte todo de encima, sugirieron que podrías haber quedado con alguna lesión cerebral por los golpes y la falta prolongada de oxígeno. Pero aquí estás conmigo y con los señores, seguro que estás bien y me comprendes todo lo que digo, ¿verdad?”.

Aún estoy aturdido, pero también aterrado al escuchar a Dieguito presentarme a mi salvador: un enorme paramédico de raza morena, lentes oscuros, grandes mostachos bajo sus también prominentes fosas nasales, y una bemba carnosa como para poner en parrilla, me había aplicado el “RSP” incluyendo la respiración boca a boca, antes de insertarme el tubo respiratorio y la mascarilla.


“Se apellida Moscoso, papi, y le he ofrecido le invitarás uno de tus famosos Cubas Libres apenas te recuperes…”.


Mientras el buen Moscoso me enseña una blanquísima dentadura con claro aliento a menta, un moscardón revolotea y se traba en su tupida cabellera de culantrillo negro.