jueves, 30 de octubre de 2008

MAIL DE NOSTALGIAS FAMILIARES (Miraflores, Lima Perú)

Amigos, familia, agradables curiosos, y más lectores melancólicos:

Comparto en mi blog una sesión maravillosa de comunicaciones familiares realizadas no hace tanto tiempo. Mi madre también habló, escribió, y sus reminiscencias nos llenaron el alma...

Ahí va...
Danilo
p.d.: Leerlo de desde el primer mail "de abajo hacia arriba" hará más deliciosa la experiencia

Gracias Vickyta. También para mí es un gran regalo. Por esas cosas de esta máquina o de esta red, las fotos que veía ya no las puedo ver pero las pude disfrutar; pero sé que las tienes así que no hay pierde. Hay una foto en la que está el puente Villena todavía en madera, en plena construcción y en él aparezco yo.
¿”ons’tará”?

En el correo anterior… sé que había un personaje que me faltaba de Miraflores y es del Organillero del monito que tenía también toda cara de mono, se acuerdan? Ahora que vivimos con agua hervida o filtrada, ¿se acuerdan que pasábamos por las calles en verano y le pedíamos a un señor que estaba regando que nos diera agua de su manguera para aplacar el calor del verano?

Alfredo

Aquí estás amorcito, en todo tu esplendor con tu primera mascota, la de Pepito y otras más que te harán recordar.

Vickyta

PD: ¡Dice Mamita que ese puentecito que mencionas, en el Malecón Balta... HABÍA UN FUNICULAR por el que bajaba con su tía Julia!
¡Era todo un adelanto para esos tiempos...!

Alfredo Gutiérrez Baella escribió:

Cómo que nos olvidamos de algunos personajes y con estas remembranzas vuelven a nuestra mente como el moreno de "Aquí están las humitas, bajen el ascensor" y del alfajorero que con sus dos maletas de madera blanca con bordes celestes vendía alfajores, por supuesto, y guargüeros caminando las largas cuadras y que las dejaba en el suelo cuando nos veía y... por supuesto le comprábamos.

No me puedo olvidar de la casa del malecón junto a la casa de los Dibós (después fue Toulouse Lautrec y, ahora... no lo sé) en la que había un perro negro de metal en la parte exterior y a donde me llevó Pepe y me tomó una foto sentado sobre él (en alguna parte debe estar esa foto: Ahora hay un tremendo edificio); para llegar a esta casa había que caminar por Bolognesi adornado por árboles de moras y pasar por unas casa color cemento y que en la parte de la vereda tenía los restos del curso de una antigua acequia (ni imaginarnos que luego sería nuestra casa de la esquina de Trípoli y Bolognesi y todavía hay algunos rastros).

Por algún lugar debe haber también la foto de un niño parado en el encofrado de un puente que estaba en plena construcción (ahora puente Villena: el de los suicidas de hoy...); también es Pepe el que la tomó.

Para pasar de un lado a otro del malecón, había que bajar por una rampa de tierra (ahora hay una escalera) y cruzar por el puentecito de madera de la tradicional bajada de los baños. Y bajando un poco más, llegamos a las playas del Waikiki y el ¿Samoa?. La playa de Miraflores tenía en su camino unas duchas y cambiadores y no existía la Rosa Náutica sino que el espigón era mucho más corto y delgado. Contaba Pepe que con sus amigos iban en semana santa para poner un trapo rojo en el palo que se encontraba al final y que el mar, con su braveza lo bañaba.

Y la huaca "Juliana" (ahora "Pucllana"), porque así la llamábamos, que era un perfecto bicicross para la bicicleta roja sin guardafangos, llantas gruesas y contrapedal. Allí huaqueamos un poco y encontramos algunas calaveras con un poco de pelo y trozos de ceramios prehispánicos.

¡Ay Miraflores!, cuántos recuerdos y alegrías de niño que escondidos están en medio de nuestro día a día del adulto que labora sustentando otras vidas. Efectivamente, recordar, es volver a vivir deleitándonos del sabor añejo de nuestro pasado.

Danilo Gutiérrez Baella <
dafergu@yahoo.com> escribió:

Yo sé que soy de otra generación, pero puedo recordar el sonido "del silencio" que caracterizaban a las calles Berlín, Grau, Bolognesi (en el cruce con Berlín, antes de nuestra casa actual).

Recuerdo el 3 de octubre de 1,968 (día de la revolución de Juan Velasco Alvarado), un día muy soleado, con Alfredo de la mano y yo preguntando por qué las calles estaban tan vacías; mi hermano, siempre con la respuesta oportuna para aplacar los dilemas de un niño de casi 6 años, respondió: "Mira las flores del jardín..." - yo miré los clásicos jardines de entonces repletos de hermosos floripondios rojos / amarillos - "¡Hoy es el día que salen los ABEJORROS!"

Y punto. Suficiente motivo para mí el saberlo, y que por ello nadie salía de sus casas en esos días...

También continuará por este frente más adelante...

Dany


Víctor Alberto Gutierrez Baella escribió:

¡No hay vuelta que darle! Recordar... ¡es volver a vivir!

Bienvenidos los "capítulos" siguientes. Ah, ¡qué pena del Cine Colina y el restaurante "Colinita" ! (se nota que hace tiempo no paso por esa cuadra)

Cariños,
Tito

VICKY GUTIERREZ BAELLA escribió:

Continúa...

Gordillo, el zapatero alquilaba habitaciones a una familia negra con muchos hijos.

Un día a uno de ellos lo atropelló un carro y Papito lo llevó a la asistencia pública que quedaba al lado de los Raygada en Larco.

Cuando llegó el papá creyó que Papito lo había atropellado y se le vino encima y alterado, mientras la esposa le explicó que más bien lo había ayudado, diciéndole que era el esposo "de una de las niñas Baella".

El hombre agradecido le talló un marco para dos fotografías, finamente acabado y laqueado, que ahora tiene Tito.

En la calle Colón, a la altura de 28 de julio, quedaba la Farmacia Serpa, en donde también sentían los ruidos en la noche.

Desde San Martín, llegando a Colón hacia el lado derecho estaban todas las familias notables de Miraflores: Gallo Porras, Villena Rey, Henriot, padre de los amigos de Humberto.

Gallo Porras y creo que Villena Rey, fueron alcaldes de Miraflores.

En la acera de enfrente compró su casa Ciro Hoyle.

La calle Larco fue ampliada para convertirla en avenida cortando gran parte de las propiedades que ahí estaban, entre ellas la de los Raygada que, como todas las de la zona, tenían rejas y jardines antes de la casa.

Les dejaron como un metro y medio de "sala", que en realidad quedó como un pasadizo pagándoles lo que creyeron conveniente basándose en que el precio de la propiedad había subido.

A nosotros no nos tocaron pero tuvimos que pagar la plus valía que afectaba cuadra y media de las calles aledañas.

Por la casa pasaba un alfajorero pregonando justo a la hora de almuerzo, y Coco ya no quería comer sino que le compraran alfajor por lo que mi mamá habló con él muy educadamente, pidiéndole que no pregonara cuando pasara por la casa, y éste le respondió:

"Señora, si no pregono, no vendo"

Iba por la calle con su maletín, con guardapolvo blanco. Vendía alfajores de miel y de manjarblanco.

Estaba el pregonero de Revolución Caliente con su farolito,
y otro que pregonaba:

"¡Pavos! ¡Pavos gordos!",

el turronero con su tabla de turrones en la cabeza:

"¡Turrones! ¡Turrones...! ¡Túurroneroooo...!"

El Tamalero:

"¡Tamaleroooo! ¡Tamalerooo...! ¡Tamales calientitooos!

En la esquina de Larco se paraba un camión y pregonaban:

"¡Bonitos a 50 centavos...!"

A la Asistencia Pública que quedaba después de la casa de los Raygada en Larco, llegaba alrededor del medio día la ambulancia sonando la sirena... ¡¡¡!!! Los muchachos salían "a ver a quién traían..." ¿¿¿???
¡Pero no! Era para traerle el almuerzo en portaviandas al personal…

También estaban los escoberos:

"¡Escoberooo...! ¡Escobas!"

Entre los pícaros que existían, uno le vendió a mi mamá un perrito y luego pasaba por la calle silbando ¡y lo recuperaba! Así lo iba vendiendo por todo Miraflores...

Uno de mis caseros pasaba por la quinta de Berlín, un moreno que gritaba para que yo bajara mi canastita desde el segundo piso:

"¡Bajen el ascensor!"

A la vuelta de la casa quedaba una carnicería. Ahí fue donde mi mamá salió a comprar con Coco y vio a un señor de raza negra. Coco le dijo: "Mamá, mira ese nego". Mi mamá se puso en apuros, mientras él le jalaba el vestido: "Mamá, mira ese nego", y el hombre le dijo:

"¿Que no hay otro negro en Lima?"

Aunque esta historia es de Coco, y no de Miraflores...

Mi mamá iba con Coco, y a él se le antojó una raspadilla. Tanto insistió que se la compró pero no era como las de ahora. Le daban la forma en un vaso y la ponían en la mano del cliente.

Coco comió un poquito, y en cuanto pudo... ¡se la metió a la boca de mi mamá, que llegó renegando a la casa!

Esta historia continuará...

Mamita.


VICKY GUTIERREZ BAELLA escribió:
Asunto: RE: Para los que aún amamos Miraflores

Para: Alfredo Gutiérrez Baella
alfredog60@hotmail.com

AHORA VA A RECORDAR MAMITA:

¡TOMEN NOTA!

En la calle Larco en esquina con San Martín quedaba la casa de la familia Raygada.

José María Raygada, Carmen Raygada, una viejita muy simpática, su hija Raquel, Fernando, José María que fue a Alemania a estudiar medicina...

En la esquina alquilaban una pulpería a los chinos, "El gordo y el Flaco".
Cuando pasaron los años y le preguntamos al que quedaba: "¿Qué es de Eugenio?" Nos contestó: "Eugenio pa' Huacho".

En esa época, cuando le comprábamos nos regalaba paquetitos de caramelos de colores con forma de minas con puntitas, como yapa.

Ahí fue la niña Carolina (el nombre ha sido cambiado por respeto a la aludida) a enseñarle que tenía calzones nuevos...

Frente a nuestra casa, vivía Consuelo Raygada de Vidal, su esposo Jorge Vidal y su hija Moti.

Al lado de nuestra casa había un callejón en donde vivían un montón de familias; una se llamaba Tomasa, que hacía unos escándalos terribles.

Seguía una casa con fachada, muy modesta, del zapatero Gordillo.

En la misma acera hacia Colón estaba la casa de los Espinoza, que era gasfitero o electricista, o algo así.

Luego venía un portón que era la casa de Chauca, una vieja que tenía un hijo taxista y una hija.

Ella le regaló a Tata un vástago de parra, y de ahí vino toda nuestra parra. Ya casados, su hija era mi lavandera.

Más allá estaba la casa del Dr. Puntriano, su señora se llamaba Celia.
Tenía 7 hijos, y la menor era amiga de Alicia y de Delia, Elsa Puntriano, que se casó con el Capitán Núñez de Larco.

Los otros hermanos eran: Guillermo, Augusto, Ernesto, Alfredo, Luis, Elsa y Pepe. Uno de ellos era Médico.

La mamá era la que decía: "Como hecho de manos". Nos contaba cuentos, leía poesías... Muchas de las poesías antiguas que nosotras repetimos han sido contadas por esta señora.

Un día nos correteó hasta una quinta elegante que tenía cadenas afuera, y tuvimos que pasar por encima. Quedaba en 28 de julio. Todo se debió a que estábamos conversando con un muchacho morenito con ojos claros.
Le habían acusado que su hija estaba ahí y salió caminando por en medio de la pista batiendo los brazos. Yo también corrí, pero no tenía ninguna vela en ese entierro...

El administrador del Cine Leuro era un señor Iriarte.

Después de los Puntriano seguían los Novoa, con una empleada de muchos años en la familia.

Nosotras escuchábamos en la noche como que arrastraban cadenas decíamos que eran "las cadenas de los Puntriano", y ellos decían "que eran los Novoa". Nos tapábamos la cabeza con la almohada porque era impresionante...

Alguien dijo que eran corrientes de agua que pasaban por debajo. Venía con intensidad y se iba perdiendo.

En la esquina, que después compraron los Heraud (parientes del desaparecido poeta Javier Heraud), vivía una familia acomodada. Les compraron la casa a los Ganoza. Tenían vitrales y era lujosa y enorme.
Eran "zambos" de clase media y con carreras. Se dice que en esa casa desenterraron un tesoro y por eso tenían tanto dinero...

Uno de los gringos de SEARS, Potter, se casó con una de las hijas. Éste fue el que dijo: "¡Qué gusto ver tu gordo cara otra vez!" en una carta que le escribió a tu papá.

En la acera de enfrente de la misma cuadra estaba la hija casada de los Raygada, en la casa del costado vivía un señor del partido aprista, Lucio Alcalá, por lo que el día del cumpleaños de Haya de la Torre, 22 de enero, mi papá le lanzó una sarta de cohetones en la madrugada...

Al lado había un callejón donde vivía un negrito que nos molestaba cuando íbamos a la casa de Elsa Puntriano, y cuando mi mamá le llamó la atención para que no se metiera con nosotros, él contestaba a cada frase "Yes clarinete, clarinete yes".

Luego estaba la casa de los Gutiérrez. Al mayor le decían "El Elefante", porque era tremendo hombrón, alto y grueso, Raúl.

La madre decía por su hija Nelly:

"Mi hijita, con sus ojos color granadilla..."
"Mi hijita con su cabello no sé qué..."


Salía la hermana y le decía:

"¡Qué bonita eres...!"

De Larco a nuestra casa, había la carbonería de una japonesa que tenía dos hijas donde íbamos a jugar, ¡y salimos con piojos!

Nos enseñó algunas palabras en japonés. Les ayudábamos a pegar las bolsas con engrudo para poner el carbón.

Mi mamá no quería que fuéramos. Decían que era loca. Era la que le jalaba las orejas a su hijo porque decía que como Coco era inteligente y tenía orejas grandes:

"Orejas grandes, hijo inteligente"

Esta historia continuará...

Mamita

Alfredo Gutiérrez Baella escribió:

Sí hermanito, también se fue el cine Colina que ahora es un tremendo edificio así como el Coliinita, el Chino Félix, el turronero que estaba frente a la reparación despachando con su cincel y el vendedor de churros que se para en la esquina de la Diagonal con Berlín y el heladero con su lata con piedras que agitaba gritando ¡Heladero!. Se fue el viejo árbol ¡tan alto! que estaba en una especie de parquesito en la subida del malecón de los franceses y que ahora forma parte también del Terrazas y del zapatero que estaba en la cuadra 6 de Berlín y que era igualito a Gepetto.

¡Quién sabe si nosotros también seremos parte de los recuerdos de Miraflores, de las funciones de títeres y magia de Piquilín en el corral de comedias, de las clases de matemática que les dí a todos los del barrio (niños, algunos de los cuales ahora me traen a sus hijos) y de la memoria de los amigos que ya no vemos como los Delgado o los de la casa de Tato y Tito, qué será de los Chamorro o de los Abásalo y los Orellana...! Toda una serie de historias añoranzas que enriquece nuestra memoria y nos hace sentir que hemos vivido en un mundo de historias y personajes con grandes significados y que seguimos viviendo tiempos diferentes, a lado de otras generaciones.

>From: Víctor Alberto Gutierrez Baella
>To: Victoria Baella Baella
>CC: José Antonio Gutiérrez Baella , Rosa Victoria >"Gutiérrez" Baella , Alfredo "Gutiérrez" >Baella , Danilo Fernando "Gutiérrez" Baella >
>Subject: Para los que aún amamos Miraflores
>Date: Sun, 4 Feb 2007 02:07:37 +0100 (CET)>

>Familia y amigos, este artículo de una señora uruguaya que dejó aquí lindos recuerdos. Vale la pena leerlo y difundirlo. Me ha hecho volar tiempo atrás a mi casita en la quinta de Colón y luego al barrio de Berlín, cerca del cine Colina (¿aún existe, o se lo llevó el tiempo, junto con nuestro querido Champagnat?)
>Tito.

>>>> 30 de diciembre del 2006
>>>> La aristocracia del viejo Miraflores
>Rosalba Oxandabarat
>La Insignia. Uruguay, diciembre del 2006.

Miraflores tenía su calle principal, Larco, donde convivían unas cuantas tiendas y boliches, el correo, algún supermercado.

Había una tienda rara y exquisita que enseñaba telas bordadas y encajes hechos a mano, delicadísimos, como salidos de un convento. En Navidad en esa tienda se armaba un árbol mucho más hermoso que el del Rockefeller Center, artesanal, soberbio, algo sombrío, como afín a los duendes y a los fantasmas.

Larco estaba atravesada por calles laterales tranquilas y pausadas, con casas o edificios de apartamentos más bien bajos, donde podían brotar esas increíbles Santa Rita de fogoso color lacre. En el extremo occidental de Larco, se abría el parque de Miraflores, frente a la iglesia, con unos enormes leones de bronce cerca de la esquina y un monumento en el que Kennedy parecía emerger de un sauna. En el extremo oriental, sobre el Pacífico, esa altísima rambla sobre el barranco que se llama malecón, se ensanchaba en el parque Salazar, lugar de flores y de niños, de globos y manzanas recubiertas de caramelo y donde unas señoras de la vecina parroquia atendían un pequeño kiosco con delicias caseras. Al lado del parque Salazar estaba la quebrada de Armendáriz, con su negra leyenda propia, la del último ajusticiado civil en el Perú, un negro acusado de violar y asesinar a un niño en los años cincuenta (Julio Ramón Ribeyro incluyó el hecho en su novela "Cambio de guardia", y Francisco Lombardi se estrenó en el largometraje con el mismo asunto en "Muerte al amanecer").

Alguien escribió una vez en un artículo, en Brecha misma, creo, refiriéndose a Miraflores como "el aristocrático barrio de". Quien tal cosa firma y afirma, o no sabe lo que es aristocrático, o no conoce Miraflores. Barrio sobre todo de clase media, con bolsones populares en callejones que convivían tranquilamente con las amplias casas acogedoras, con bodegas (almacenes) de escasa prosapia, bodegas de chinos donde se podía comprar el arroz o el azúcar al peso, con chinganitas donde un menú criollo costaba unos pocos soles, con mínimas lavanderías o zapaterías "atendidas por sus propios dueños".

Así era Miraflores a mediados de los años setenta, y más o menos así se mantuvo hasta mediados de los ochenta, aunque numerosos signos indicaban entonces que había comenzado a cambiar. En ese barrio había leyendas y personajes que, entonces, parecían eternos.

Un hombre menudo, barbado, pulcramente vestido, que se paraba todos los días en el parque frente a la iglesia, munido de un cuadernito y un lápiz. A veces se sentaba en un banco cercano, o daba alguna vuelta por el parque pero siempre sin alejarse de su esquina. Algunos me dijeron que había enloquecido siendo niño porque, esperando a sus padres a la salida del colegio -a pocos metros quedaba el Champagnat de los hermanos Maristas, uno de los escenarios del cuento Los Cachorros", de Mario Vargas Llosa-, los había visto morir ahí mismo, en un accidente de tránsito. Otros aseguraban que, siendo apenas adolescente, vio morir en esa esquina a su enamorada a la que esperaba a la salida del colegio. Cómo sería. La muerte y el colegio se repetían, variaban los sujetos. Él, no explicaba nada; no hablaba con nadie.

En la calle Fanning estaba el negro Guillermo, igualito al Macunaíma de Joaquim Pedro de Andrade, un completo showman con sus ojos saltones que hacía las cuentas en el aire con su gran cuchillo mientras discutía con las clientas sobre la discutible calidad de la carne que les vendía. Ningún manager descubrió a ese negro genial, sólo las vecinas que preferían esperar horas en la apretada carnicería en vez de ir al supermercado cercano, para reírse gratis con ese infaltable show cortesía de la casa.

Unas cinco puertas más allá, un viejo zapatero atendía con discreta cortesía virreinal en su covachita repleta de clavos y pedazos de cuero. Nunca supe su nombre, porque mis dos hijos lo llamaron, desde el primer día, abuelito -los niños del exilio diseñan familias a piacere, a falta de la biológica-. Abuelito nunca quería cobrar los arreglos de las botas de Soledad: "si es para la princesa, no se cobra". Y ni modo de cambiarlo. Sería porque la "princesa" lo primero que hacía era subírsele encima y besarlo y preguntarle cosas tirándole de la barba. Similares resultados obtuvo con el negro Guillermo, que también le otorgó carácter real, y con él, regalos de bifes de lomo que misteriosamente aparecían en el paquete con la carne encargada. Sería que ninguna otra criatura era capaz de saltar el mostrador y abrazarlo sin miedo a su revoleo de ojos y de cuchillos: la alegría de Guillermo ante esas confianzas dejaba sus ojos del tamaño de platos de postre.

Casa por medio con Guillermo, estaba la pequeñísima bodega de don Alfredo -doña Alfredo, le decía Julián a los dos años- un chino altísimo y muy blanco, cuyos sobrios y pacientes modales, inalterables por berrinchosa que fuera la clientela, parecían más propios de un mandarín que del dueño de una tiendita tan minúscula y pobre. Y entre Guillermo y doña Alfredo, en un viejo callejón -suerte de estrecha calle interior donde se alinean unas cuantas viviendas- vivía la abuelita del Motita. Pequeña, firme, con una gran mata de pelo blanco, caminaba todo el día de acá para allá llevando y trayendo viandas con las que se ganaba la vida. El Motita era su perro, y gracias a él y sus juegos en el parque Salazar le fue concedida la abuelez por mis dos desabuelados niños.

La abuelita del Motita no se cansaba nunca, ni de los niños, ni de las viandas, ni de las caminatas. "Dolor de pies, vejez", decía cuando alguien le preguntaba por qué no paraba un poco. Algunos domingos, la abuelita del Motita se aparecía en casa llevando de regalo unos tamales para el desayuno. Igual que el zapatero, nunca quiso cobrar. Cosas de abuelos. Cuando volví a Miraflores en 1995, a diez años de la partida, no estaban ni Guillermo, ni doña Alfredo, ni el viejito zapatero. No quise saber si se habían mudado, de barrio o de mundo.

Total, Miraflores había cambiado tanto que quizá nadie podría informarme. Al parque Salazar le dejaron menos parque, le pusieron terrible centro comercial, con cines y todo, ahí, colgado del barranco: Larcomar. Los edificios altos que antes eran contados atropellaron Larco, el malecón, las calles laterales (es que se olvidaron de los terremotos, que mantuvo chata a Lima tanto tiempo; el último fue en 1974). Aparecieron negocios de fast food y galerías con tiendas feas, y cibercafés y hoteles enormes, academias de cualquier cosa, ruido y embotellamientos. Como si el destino ya sufrido por el centro de Lima fuera inevitable para cualquier distrito apetecido de la capital.

Algo mareada deambulo en ese regreso por los alrededores de mis calles, Fanning y Diego Ferré, y doy con el Auditorio de Miraflores, sobre Larco y a la vuelta de Fanning. De pronto veo sentada en un banquito bajo, mucho más chica que en mi recuerdo, a la abuelita del Motita. Un policía que hace guardia por ahí me dice: "¿La conoce?". "Creo que la conocí". "Hace años que para aquí", me informa. Y agrega, después de una pausa: "Ya no ve, está ciega. Y ella dice que tiene cien años". Me acerco a la viejita y compruebo sus ojos sin mirada, calmos, congelados en una nube clara. Siente mi presencia y me ofrece su escasa mercadería -fósforos, cigarrillos sueltos. Le compro algo y le pregunto si es verdad que tiene cien años. "Será pues, hijita, ya no los cuento". Luego tanteo a ver si me recuerda. Le doy datos, la casa, la dirección, los niños, el Motita. Queda pensando. Vacila. Al final parece despertar: "¿Tú eres pues la uruguaya?. ¿La mamá de aquellos chiquitos bien traviesos?" Recién sonríe. Me pregunta si ya van al colegio; universidad, para entonces, pero la dejo en los años largos. "Bien bonitos, tus hijitos, bien gringuitos. Y qué palomilla". No pude sacarle nada más. Quedó allí quieta, muda, mirando a nada, quizá volvió al viejo parque Salazar con el Motita y sus nietos postizos corriéndole atrás, o mucho más lejos en el tiempo porque -saco la cuenta- si es verdad que tiene cien años, en la época de esas correrías ella andaba entre los ochenta y pico y los noventa.

Imposible. Bueno. No más imposible, al fin, que un carnicero tenga más gracia que Míster Bean, un chino almacenero la dignidad de un mandarín y un anciano zapatero el desprendimiento de un marqués. Guillermo, doña Alfredo, la abuelita y el abuelito: cuánta gentileza antigua y sabia, cuánto don de gentes y calidez hacia el forastero en esos humildes habitantes de la vieja Lima, del "aristocrático" Miraflores. Pero quizá aquel reductor articulista tuviera razón. Ellos son la aristocracia; de un barrio, de un tiempo, de los recuerdos. Y como la antigua nobleza de los cuentos, también desaparecen.

1 comentarios:

medinarodolfoeduardo@gmail.com dijo...

Estimado Danilo,

Navegando por la web fui a dar en forma casual con su blog llamado “Aunque sea solo en sueños (Mail de nostalgias familiares)”, y cuánta sorpresa me produjo al leer la parte que Ud. menciona sobre el episodio de la señora que salió correteando batiendo los brazos por una calle de Miraflores.

Resulta que esa señora fue mi bisabuela materna. Pero antes de seguir permítame presentarme.
Mi nombre es Rodolfo Medina Puntriano (50 años), hijo de Nelly María Puntriano Stagnaro, quien fuera uno de los dos hijos de uno de los siete hijos del Dr. José Tomás Puntriano y la Sra. María Celia Bezada.

A la Sra. Celia no la llegué a conocer, pero sí compartí momentos con una de las hijas del Dr., La Sra. Graciela, quien vivió hasta entrado los años 80s (creo), en una casona vieja con un balcón típico colonia de madera oscura, de la calle Esperanza, hoy convertida en un anodino garaje para autos.

A pesar que yo he residido en varios países de Sudamérica (vivo en Ecuador, en la actualidad), nunca he perdido contacto con Lima, ya que desde siempre he sentido fascinación por el país, sus paisajes, su cultura y su gente, además que durante mi niñez, junto con mi familia compartíamos los meses estivales en casa de mi abuela Lucrecia, quien viviera en una quinta bastante conservada y pintoresca de la avenida Ricardo Palma. Tanto es así que prácticamente todos los años, hasta el presente, elijo como destino predilecto el territorio peruano habiendo llegado a visitar muchísimas localidades a lo largo de mi existencia por pretexto de vacaciones.

Por este motivo me fue muy grato leer sus anécdotas sobre la gente de aquel rincón miraflorino, y todos los recuerdos que tengo de la niñez en ese barrio, de la calle Esperanza, de las primeras cuadras de Larco, del parque Salazar con sus vendedores de globos y raspadilla, y por supuesto el magnífico Malecón y su mar infinito a sus pies, de la alameda de la avenida Diezcanseco por donde yo solía pasear para ir desde el zanjón hasta el parque de Las Tradiciones y la avenida Ricardo Palma, cuyas fisonomías originales así como de las fachadas de las viviendas de la década de los 70s las recuerdo con sumo detalle, afloraron con intensidad.

Marcas de productos alimenticios, propagandas de la época, lugares, las notas del himno nacional matutino del canal 5 antes de empezar los dibujitos animados de la TV, el auge de la arquitectura brutalista de los edificios públicos y ministeriales de aquellos años que se construían como consecuencia del progreso y la consolidación del tejido urbano de Lima, diversos rostros familiares que reconocía en cada reunión familiar, como los que recuerdo de mi otra tía abuela Elsa María Puntriano Bezada, y los aromas de los ambientes señoriales de su otrora gran casa esquinera que yo conocí en los 70s (hoy remodelada y agazapada como un bunker diseñada con mal gusto arquitectónico), donde ocasionalmente se cocinaba la mazamorra morada, y muchas cosas más se agolpan de manera nítida en mi memoria con todos los detalles. Lima para mí ha sido y será siempre parte de mi historia y de mis experiencias de vida. Gracias por haberme refrescado un poco más esos recuerdos.

Si Ud. atesora más anécdotas e historias de esa Miraflores única e irrepetible, o si dispone de más datos de mi familia Puntriano Bezada, me gustaría mucho poder intercambiar anécdotas de la época.

Saludos.
Arq. Rodolfo Eduardo Medina Puntriano.