domingo, 13 de junio de 2010

HURGANDO EN EL CORAZÓN (sintiendo en voz alta)


Una crónica de amor filial, por Danilo Gutiérrez Baella, junio 2010


Desde que tengo memoria, veo a mi madre activa en los diferentes niveles de nuestras casas que, en mis 47 años, sólo fueron dos compartidas con ella, mi padre y mis hermanos, ambas en Miraflores. Su preocupación por ver que todos los que siempre estuvimos a su cuidado (incluyendo a mi padre hasta hoy...) estén bien y con salud, con la ropa y la comida lista, con los cuartos ordenados y las áreas de servicio común dispuestos para la buena vida familiar.


Ella supo organizarse con cinco hijos a cuestas, cuatro de ellos nacidos en fila y éste último que les escribe ocho años y tanto después. La relación de ella con mi padre nunca pudo ser más amorosa y respaldada por la confianza mutua y la prioridad de dar lo mejor de la vida a sus niños.


Años antes de llegar yo a ese mundo hermoso, las oportunidades laborales de mi padre no fueron siempre las mejores. Pasaron momentos complicados, el dinero faltaba, y rompiendo sus propios esquemas volcaron sus esfuerzos al negocio de compra y venta de bicicletas. Mi padre las adquiría, y con mi madre las reparaba y remozaba para volverlas a vender. Así fue durante un tiempo hasta que el Señor dio una opción de crecimiento económico que duró treinta años y que yo disfruté a plenitud, como tantas veces ya he contado. Lo bello de esta primera parte de la historia familiar es que mis hermanos testimonian no haber percibido un ápice de preocupación y angustia en los rostros y voces de nuestros padres. La felicidad que habitó en los corazones de esos niños se incrementaba con los cuentos de mi padre acerca de "sus aventuras en el África", y cómo venció al enorme león sólo con sus brazos. Mi padre se ponía de pies y manos en el suelo simulando a las bestias de la jungla, mientras mis hermanos se convertían en jinetes vencedores de las mismas.


Yo heredé ese mundo feliz, pero con hermanos más crecidos, padres más solventados como pareja con ojos para su amor y para el dedicado a sus hijos. Gracias a Dios nunca fuimos millonarios, y si lo fuimos, no me enteré jamás. Sé que Dios ha proveído todo lo que fue necesario para integrarnos como familia en casa y en los paseos o viajes juntos, y nos permitió conocer el valor de todo ello desde la óptica absoluta del verdadero amor.


Será esa intensidad amorosa la que hace resaltar un vínculo especial que tengo con mi madre. Confieso que en mis primeros pasos por el Camino del Señor no tengo claro aún a qué se debe que desde mis años de escolar las cosas que solían pasar por mi mente las expresaba a mi madre... ¡justo antes que ella me las fuera a decir! Lo interesante de esto, viéndolo de una forma más objetiva y con la lupa del investigador, es que cada cosa que producía este peculiar "click" entre nuestras mentes y nuestra palabra no venían de situaciones relacionadas a nuestro diario vivir, ni a cosas vistas en la tv, ni a las noticias de primera plana de cada mañana. Eran pensamientos, ideas, sentires... cosas que rondan más bien en la intimidad de cada uno, y que a veces no se suelen expresar. Pero con mi madre, sí que se expresaban.


Casi todo lo que sentimos en casa solemos hablarlo en voz alta, y cuando uno de nosotros reprime un sentimiento, resulta muy raro que el otro no se dé cuenta que algo le está ocurriendo. Volviendo a mi madre y nuestros cruces de pensamiento, recuerdo mucho una semana en la que no había día en que ella o yo dejáramos de adelantar algo que el otro fuera a decir. Una tarde de gris invierno me encontraba con ella en su habitación; ella, a un lado de su cama tejiendo un ropón para su primer nieto, y yo al otro lado de la cama de mi padre viendo la tv. Un pensamiento surgió de pronto, totalmente inesperado, y se lo solté a mi madre... "¡Caramba! ¡Déjame pensar tranquila!", exclamó mi madre con sincero reclamo. Luego sólo nos quedó reir. En otra ocasión, siendo yo hombre de familia y viviendo fuera de Lima, mi madre sentía la necesidad de llamarme por teléfono. Eran cerca de las nueve de la noche, y ella se encontraba en su habitación y a media luz. En cama, adormilada aún, el deseo de llamarme a mi casa en Ica aumentaba. Al momento que decidió levantarse y hacerlo, sintió que la observaban: tornó los ojos hacia el alto espejo de su tocador, y vió que mi figura aparecía sonriendo en la oscuridad. Mi madre lanzó una doble exclamación ahogada con el rostro fuera de sí, mientras que yo (que acababa de llegar de viaje sin aviso previo) me abalancé a abrazarle y tranquilizarle con el temor que el susto se la fuera a llevar de golpe.


Lo hermoso de esto es que a pesar de los años transcurridos, alegrías y sufrimientos vividos fuera del hogar, y cambios en nuestras formas de vida y rutina diaria, vuelvo a casa y descubro que seguimos creciendo y envejeciendo mientras el amor en lo más íntimo se regenera y evoluciona, nunca retrocede. Como saben todos los que me conocen o me han visto en mis publicaciones diarias, la cabellera que alguna vez tuve ha dejado pase a una reluciente calva. Mi madre siempre fue la persona que se ocupó del corte de cabello de toda la familia, conociendo las cabezas de cada uno de nosotros. Particularmente la mía, con el cerco grueso de cabello que aún cubre el contorno, no fue tocada por ella desde hace mucho más de un año, y no hemos hablado de eso en ningún momento. La última vez que pasé por un peluquero fue en abril, horas antes de partir a Trujillo con mis hermanos de Tablistas para Cristo Alto Perú. Esta semana caminando por la casa, pasé por un espejo y observé al vuelo que mi cabello se desordenaba en la zona de la nuca. Consideré que debía cortármelo, me peiné un poco y proseguí con lo que andaba haciendo. Todos en casa buscábamos un cuaderno de notas rojo que tenía una información para ese momento importante, y cada uno (incluyendo a mi madre) nos repartíamos la misión. Subí al tercer piso y me crucé con mi madre, y al intentar confirmarle que el cuaderno ya había sido hallado, ella se adelantó diciéndome: "¿Cortamos el pelo...?".


Cosas del amor, no hay nada qué hacer...



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