martes, 27 de abril de 2010

OLD SHOES...

Mercado Nº2 de Surquillo (distrito de Lima, Perú), año 1986.

- ¿Cuándo cambiarán de local, hijo?
- ¡Ja! "Cuando San Pedro baje el dedo", papá. Tantas veces hemos enviado memorándums a la Sub Gerencia de Agencias que ya perdí la cuenta...
- Pero... ¿No ven ellos lo mal ubicada que está? ¿Justifica el movimiento para tener la agencia metida en medio de "Chicago chico"?
- Hasta ahora no, papá. Y mira que tenemos una promotora de ventas que se camina toda la zona sin temor a nada, y... Papá, dobla a la izquierda... ¡Sí, de frente nomás!
El enorme Ford Galaxy 1964 tronaba entre los puestos ambulantes que invadían la pista en el mercadillo de la calle Junín. Lentamente avanzaba en esa mañana, casi topando con las carretillas toldeadas y repletas de frutas y verduras de toda clase. Los comerciantes ambulantes se amoscaban, y sugerían algún improperio al estar nuestro vehículo "invadiendo su espacio" sobre la pista.
Una vez alcanzada la puerta metálica de la agencia bancaria en la que Fernando trabajaba, abrió la puerta del Ford con cuidado para no tropezar con las carretillas de su lado, y bajó raudo para ingresar a la oficina.
"¡Toc, Toc!". Nada, no abrían la puerta metálica. La agencia era minúscula, del tamaño de una bodega convencional con un pequeño fondo para almacén. El banco había adaptado el espacio justo para instalar la línea de mostrador de dos ventanillas de atención, dos escritorios para las jefaturas, una pared divisoria de madera prensada que escondía la gran caja fuerte blindada, un pequeñísimo servicio higiénico, con una mesita de apoyo para refrigerio en medio.
Las bocinas de los otros autos obligaron al padre de Fernando a seguir su camino, resignado a no ver ingresar a su hijo a la agencia, y dejarlo en medio del desorden temerario del lugar. Fernando tocó otra vez, y la ventanita de la puerta se abrió dejando ver parte de la gorra del vigilante privado que recibía a los trabajadores del local. Fernando hizo una seña de triunfo a su padre con la esperanza de que este lo llegara a ver a través de su espejo retrovisor.
La puerta pequeña se trababa a cada intento del vigilante por abrirla. Fernando se extrañó de eso, pues todos conocían el pequeño truco que permitía abrirla, a pesar de su peso metálico que la hacía ceder. "Debe ser un nuevo vigilante...", pensó. Ante las acciones infructuosas del custodio, Fernando decidió aplicar la "técnica" conocida por todos ellos tomando la puerta por un tirador externo, la levantó en peso con las dos manos, y la jaló con rapidez hacia sí mismo llevándose medio cuerpo del vigilante hacia la calle. El hombre regresó como un resorte al interior de la agencia, mientras Fernando hacía lo mismo agachándose para entrar, y mofándose cordialmente de la poca habilidad del custodio.
No tuvo tiempo de incorporarse por sí solo; la mano del hombre a su espalda voló aferrándose a los cabellos de la cabeza de Fernando tirándola hacia atrás, mientras que con la otra empuñó un revólver. Gritando improperios amenazantes, Fernando fue empujado de esa forma hasta aplastarle contra las puertas de la gran caja fuerte. Ahí percibió que se trataba no de uno, sino de dos sujetos que asían con fuerza sus brazos tratando de impedir que les viera al rostro. Era difícil aterrizar en la realidad ante tanta violencia inesperada y tanto grito desaforado. Fernando comprendió por fin la desesperación de los dos sujetos porque el abriera la puerta de hierro de la bóveda.
- No puedo abrirla... todavía.
El que tenía la gorrita de vigilante puesta se aferró más al cuello de la camisa de Fernando, recordándole a su madre y a toda su generación, y que lo mataría sin dudar si no colaboraba. Fernando, medio asfixiado por la presión del puño y la corbata que llevaba puesta, intentaba seguir hablando, pero los gritos y jadeos de los dos delincuentes no lo permitían. Ellos sólo querían ver la bóveda abierta, y el cañón de la pistola casi agujereaba sus vértebras causándole dolor.
Una rabia contenida, más que miedo a toda esa violencia, empezaba a recorrer a Fernando desde los pies, por el vientre, hasta llegar a hervir en su frente. Los recuerdos de las comunicaciones escritas a la Sub Gerencia de Agencias durante cuatro meses describiendo los peligros y exposiciones permanentes de todo su equipo de trabajo en esa zona, respaldados por Ernesto (el administrador de la agencia y su jefe inmediato), no habían tenido eco hasta esa fecha. El banco había decidido no contar con polícias armados para la seguridad de la agencia y sus trabajadores, sino con la custodia de dos vigilantes de una empresa privada sin licencia para usar armas de fuego, situación que empeoraba las condiciones de integridad en una época caracterizada por los robos a bancos y el terrorismo.
- Déjame hablar...
Los gritos y los forcejeos inútiles continuaron, empezando a causar un corto circuito en la razón de Fernando. La ira se apoderó de él.
- ¡C....! ¡¿Me vas a dejar hablar, o no?! ¿Quieres que te abra la bóveda? ¡Sí! ¿Verdad?
- Ya, suéltalo. Déjalo que hable - indicó el otro sujeto, en tono más calmado.
Fernando se contenía la rabia, mordiéndose los labios para evitar darle un puñetazo en la cara al sujeto de la gorrita. Sin pensarlo, se volteó y le miró a los ojos, hablando lentamente, soplándole decidido el aliento hirviente a la cara en cada palabra calculada para el entendimiento de los dos delincuentes.
- Yo no soy el administrador. Soy el jefe de operaciones, y tengo la llave de la bóveda. ¡Ven? ¡Aquí está!
Los dos hombres se revolvieron con las llaves en las manos diciendo "¡Ya, ya! ¡Abre!". Pero Fernando siguió hablando...
- No va abrir - sonrió internamente al verle la cara con expresión atónita al de la gorrita - Yo tengo la llave, pero el administrador tiene la clave. Primero él la ingresa, y luego de trece minutos, yo pongo la llave y abro la bóveda. Así funciona, hay que esperar que llegue el administrador, ¿no?
- Sí, eso dijo... - las palabras que delataban un soplo cómplice de alguien de la agencia se ahogaron en la garganta del delincuente.
El de la gorrita se limitó a asentir con la cabeza a su compañero, y decir a Fernando un "¡Voltéate! ¡No me mires!". Luego le indicó se desanude la corbata del cuello, y se la entregue. Ordenó a Fernando se arrodille en un lado del pequeño espacio, junto al servicio higiénico, y le ató con la corbata las dos manos juntas atrás, unidas a los tobillos.
Fernando tuvo entonces su primer momento de respiro, y observó la situación; Javier, el joven auxiliar de caja, se encontraba en las mismas condiciones que él al lado de los dos vigilantes privados y el conserje de la agencia. Éste último, agachado, escupía constantemente al suelo. Javier parecía estar llorando en silencio, y los dos vigilantes mostraban rostros llenos de vergüenza y temor.
Mientras el de la gorrita corrió a apostarse en la puerta de ingreso para esperar la llegada del administrador, su compañero revisaba los bolsillos de Fernando extrayendo sus documentos personales, y una cadena de plata que llevaba al cuello, y que traslucía a la luz del neón del pequeño cuartito trasero donde se encontraban todos.
- Hermano... te vas a llevar tanta plata... ¿Por qué te llevas mi cadena? Es algo tan personal...
- Vamos a ver todavía... - respondió el maleante apuntándonos con su revólver - depende pues, a ver si hay tanta plata como dices...
- ¡Mi reloj, hermanito! ¡No seas así, por favor! ¡Mira que recién lo estoy pagando...! - Javier parecía haber sido "conectado" de pronto, pues empezó a rogarle al hombre que le devolviera su reloj. Hasta ese momento, Fernando recién se iba enterando de lo ocurrido antes de su llegada...
- ¡Ya, ya! ¡No lloren! Miren, aquí están... - el delincuente dejó su revolver sobre la mesita, y levantó con sus dos manos la cadena de plata de Fernando y el reloj nuevo de Javier - ¡Caballero, pues! Si la bóveda "está llena", esto se queda, si no, se va con todo...
- ¡Sí, sí! ¡"Está llena"! - gritó Javier. Al fin y al cabo, lo que se llevaran de la bóveda lo cubriría la compañía de seguros del banco, más no las pertenencias personales de ambos.
- Hermanito... ¿Y mis documentos personales? ¿También me los devuelves?
- No... - respondió el sujeto a Fernando con voz baja, pero rotunda - me los llevo por si acaso alguien "cante" algo. Así sabremos cómo ubicarlo...
Fernando, cercano a casarse, levantó las cejas pensando en el tiempo que perdería para denunciar y renovar sus documentos antes de la boda. Pero algo más le inquietaba. Luciana, la ejecutiva de ventas de la agencia... ella siempre era la primera en llegar por las mañanas, y al parecer ese día se atrasó. ¿Qué pasaría cuando ella llegara? ¡Una mujer tan nerviosa, con un cañón de revólver apuntándole la nariz! ¿Cómo actuarían los dos delincuentes con ella? Una tensión superó la rabia calma de Fernando, y le pidió en silencio a Dios que eso no sucediera.
- Una cosa más, hermanito... el administrador, Ernesto... es "buena gente", muy tranquilo. No le vayan a hacer daño... Sólo pídanle que ponga la clave, y esperen...
- No te preocupes, ya, no te preocupes... yo hablaré con mi "pata" para que esté tranquilo.
"¡TOC TOC!", vibró la puerta con estruendo y eco al interior de la agencia. El delincuente que les apuntaba con el revólver les ordenó callar, y ambos se dispusieron a recibir a Ernesto como lo hicieron con los demás.
- ¡Buenoooosss díaaaaasssss...! - cantó Ernesto muy alegre, antes de ser arremetido por el infeliz de la gorrita, y ser aplastado contra la bóveda, como a Fernando.
- ¡Déjenme! ¡Quítame la pistola! ¡Sácamela de la espalda! ¡Quítame la pistolaaaaa...!
Ernesto se caracterizó siempre por ser extrovertido, escandaloso y bullanguero. Esa mañana no fue la excepción. Liberándose las manos de sus opresores, las levantaba al cielo raso con los dedos muy abiertos, sacudiéndolas con estrépito con el resto del cuerpo aplanado contra la puerta de la bóveda.
- ¡Sácamela! ¡Quítamela! ¡Déjame!
- ¡Ernesto, compadre! ¡Tranquilo hombre! - Fernando trataba de poner en orden a su jefe, antes de que le dieran un porrazo terminante en la cabeza- ¡Ernesto! ¡Ya hablé con los señores! Sólo pon la clave, y te dejarán tranquilo... ¡Se llevan la plata, y no nos pasó nada!
Ernesto respiró hondo al escuchar una voz reconocible y confiable, y temblando y hablando en voz alta sin cesar, se dispuso a dar vuelta a la rueda numerada inserta en la puerta de la bóveda.
- A ver, a verrr.... Dos a la izquierda... una a la derecha... una a la izquierda... y... ¡¡ay!! me salió mal, ¡se me fué!
Los delincuentes estaban desesperados, y encañonaron con fuerza a Ernesto.
- ¡¡¡@*+$%@ de tu madre!!! ¿¿Acaso crees que te vamos a esperar?? ¡Pon la clave, imbécil!!
- ¡Ya, ya! ¡Pero quítame la pistola, que no puedo... ¡con los nervios...! ¡Sácamela que no puedo ponerla así!
Ernesto hizo dos intentos más, y por fin la rueda se trabó indicando el inicio de los trece minutos. Luego fue amarrado con su corbata de la misma forma que el resto de sus compañeros, y colocado de rodillas al lado de ellos. Fernando confirmó en voz alta que la operación de Ernesto salió correctamente, para darles más seguridad.
Pasaron los primeros cinco o seis minutos de recorrido de la clave. Se hacía una eternidad. Fue entonces que el maleante a cargo de ellos, sin dejar de apuntarles con su revólver, se acercó a Fernando, y le dijo:
- Oye hermanito... ¿cuánto calzas, ah?
- Talla 39...
- Hermanito, mira mis "tabas", cómo están de viejas y sucias... Recién salgo de "cana", ¿entiendes?
Fernando observó con prudencia por debajo de sus hombros, y pudo apreciar dos zapatos de tela corduroy deshechos y sin pasadores cubriendo los pies del hombre. Se sorprendió sintiendo de pronto compasión por el maleante.
- ¡Llévatelos nomás, hermano! ¡A ver si te quedan!
Fernando se quitó los zapatos empujando un pié contra el otro. El sujeto se quitó los suyos con gravedad, y calzó los de cuero marrón de Fernando.
- Gracias mi hermano... ¡Sí me quedan!
Aún no había terminado de hablar, cuando de pronto Ernesto alzó la voz:
- ¡Hermanito, hermanito! ¡Todavía falta que llegue nuestra ejecutiva de ventas! ¡No le vayan a hacer nada!
Hubo una reacción terrible en la oficina, como la de una explosión en cadena.
- ¿QUÉ? ¿UNA MUJER? ¡Maldita sea! ¡Me la bajo, compadre! ¡Llega y me la bajo! ¡Se va a poner a gritar, y nos va a fregar, compadre! ¡Me la bajo, me la bajo! - El maleante de la gorrita gesticulaba y ensayaba cómo se pondría pegado a la puerta de ingreso esperando que Luciana pase para descerrajarle el cerebro de un balazo ahí mismo.
"Sí Ernesto, eres un imbécil...", pensó Fernando. Los rostros enrojecidos de Javier, el concerje y la de los dos vigilantes se contrajeron de miedo y rabia a la vez, mirando todos a Ernesto.
- ¡No, no por favor! ¡Es una señora, no va a hacerles nada! ¡Ella quería ser monjaaaa!
Era evidente que el grado de estupidez suele encontrar válvulas de escape impredecibles y desafortunadas. En el caso de Ernesto, el asalto a la agencia lo ponía expedito para graduarse en esas lides.
- Ernesto, por favor... ¡CÁLLATE!
Con horror en el rostro, Ernesto fue levantado del suelo, desatado y colocado en su silla de administrador mirando de frente a la puerta de ingreso. Según el plan improvisado de los maleantes, Luciana entraría confiada mirando de frente a Ernesto, y no se enteraría jamás de la bala que recorrería su craneo para terminar estampada en el suelo.
Un silencio sepulcral continuó a partir de entonces, sólo roto segundo a segundo por el "tac, tac, tac" de la manecilla del reloj de pared de la oficina, y ocasionalmente por un suspiro angustiante de parte de los malhechores y secuestrados indistintamente.
"¡Planc", sonó de repente.
- ¡Señores! - dijo Fernando - Ya pueden poner la llave, se destrabó la clave.
Los dos hombres olvidaron de pronto la puerta de ingreso, la mujer que llegaría, y la custodia con revólver a los empleados del banco. Corrieron a la bóveda, ingresaron la gran llave de acero por la cerradura central, y bajaron la palanca cromada. La pesada puerta negra de hierro forjado se abrió cediendo a la fuerza de sus violadores. Muchos fajos de billetes atados de a diez en "ladrillos" de diferentes nominaciones aparecieron ante los ojos hambrientos de los dos maleantes. Ellos no pudieron reprimir un sonido hueco de asombro que los terminó de delatar como poco experimentados, por lo menos en este tipo de atracos. Abrieron bolsas grandes de mercado "bolivianas", y las llenaron con todo el dinero que pudieron cada una de ellas. Las arrastraron hasta el borde de la puerta de ingreso y, antes de retirarse, regresó el custodio con los zapatos de cuero marrón de Fernando a decirles:
- ¡MIREN! Aquí están la cadena de plata y el reloj, para que vean que cumplo... ¡Aquí están!
- ¡Graciasss hermano, gracias! - gritaron Fernando y Javier al unísono, como si esa última acción del maleante hubiera sido una dádiva casi divina, más que un derecho de devolución a los propietarios de cada artículo despojado. En ese momento no era distinguible la enorme contradicción, más sí el agradecimiento de saber que todo aquello estaba terminando de una buena vez.
Los maleantes abrieron la pesada puerta metálica de ingreso, y encorvándose con el botín en sus manos, desaparecieron cerrándola con un golpe fuerte a sus espaldas. Los empleados de la agencia bancaria se quedaron unos segundos en silencio, y luego, poco a poco, fueron desatándose las corbatas y pasadores de zapatos de las muñecas y de los tobillos. Los primeros murmullos salieron involuntarios, pensando más en voz alta que por hacer un comentario.
- Ernesto, sería bueno que llames ya a la oficina principal a reportar lo ocurrido... Señores, no toquen nada hasta que vengan los jefes de Lima y la policía.
Luciana llegó a los treinta minutos de terminado todo. Un cliente del mercado se dió cuenta muy temprano que al ingresar los vigilantes y el conserje, unos sujetos aparecieron de pronto y los empujaron por detrás, cerrando la puerta de golpe. Luego vió a Luciana que llegaba por una calle transversal, y se acercó a ella para prevenirle y esconderle hasta que todo terminara. Ninguno de los dos se atrevió a llamar a la policía por temor a poner en riesgo las vidas de los empleados ante una posible balacera. En esa época, eran varios los trabajadores bancarios que morían en esas acciones entre policias y asaltantes, empezando por los funcionarios a cargo de cada agencia.
También se supo más adelante que cada uno de los empleados fue sigilosamente observado por personal de investigaciones de la policía, descubriendo que el conserje empezaba repentinamente a dar signos de riqueza externa en su barrio y en su mismo entorno laboral, por lo cual fué fácil comprobar luego los nexos y la complicidad con los asaltantes, a quiénes mantuvo informado de los mecanismos de seguridad y fondos existentes en la bóveda para planificar la fecha adecuada, y realizar el asalto.
Pero volviendo al día en cuestión, habiendo transcurrido una hora del asalto y llegando el Sub Gerente de Agencias del banco, lo primero que vió fue a Fernando sentado en la silla de Ernesto, y con los pies cruzados sobre su escritorio.
- Pero Fernando, ¿qué significa esto?
- Discúlpeme Don Julio - respondió Fernando sin asomo de vergüenza alguna - A uno de los delincuentes le quedaron bien mis zapatos, y ya ve...
El funcionario reprimió con esfuerzo una carcajada, y dispuso de inmediato comprarle a Fernando un par de zapatos nuevos en el mercado. A partir de entonces, Fernando sería conocido por las siguientes generaciones de empleados de su banco como "Fernando... el de los zapatos".
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Danilo F. Gutiérrez Baella 2010

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