La avenida Diagonal y su torrente urbano volaba sobre la pista a dos metros de Gabriel... Él, con la cabeza gacha, se rebelaba ante sí mismo con una infinita ceguera de su entorno y de su propia vida a mil kilómetros por hora...
"El problema soy yo... ¡Sí, SOY YO! Mi madre no merece esto, mi padre se rompe los sesos sin saber qué más hacer o decir...".
La blanca zapatilla deportiva de Gabriel asomó por encima de la acera, a punto de posarse sobre la torrentosa vorágine de la avenida Diagonal.
"¡No sirvo para nada! ¡Yo siempre fuí el problema! ¡Yo siemp...!".
- Joven...
Gabriel dió un respingo sobre el sitio al escuchar esa voz nítida y pequeña a su alrededor. Instintívamente levantó su cabeza y miró a los lados sin ver a nadie.
- Joven, ¡aquí! ¡Abajo...! ¿Me ayuda a cruzar la pista por favor?
Gabriel vió a una ancianita pequeñita y encorvada que estaba a su lado, pisando como él el borde de la avenida. Era una viejecita que parecía haber sido sacada de un cuento clásico de buenas abuelitas, con su cabello intensamente blanco anudado todo en un moñito gracioso a la altura de la nuca. Llevaba puesta una chompita tejida de color negro sobre una blusa blanca con cuello bordado en motivos florales. Usaba falda larga gris, panty medias color carne, y zapatitos sin tacos. Portaba lentecitos metálicos de lunas redondas, y en sus pequeñas manos aferraba un monedero. Su piel tornaba en suave color rosa, y sus arrugas eran hermosas filigranas que surcaban su frente hacia las sienes. Los ojitos eran negros... ¡negrísimos! Fulguraban como los ojos de una bebé traviesa a punto de saltar.
Gabriel lanzó un "¡Claro, señora!", y se dispuso a tomar su mano para ayudarle.
- Joven, esperemos a que cambie la luz a rojo...
Gabriel, sin dejar de lado la sorpresa, se dió con otra al percatarse del intenso tráfico vehicular que tenía frente a su propia nariz, y retrocedió sin pensarlo.
- ¡Uy! Señora, discúlpeme por favor... No me dí cuenta del tránsito... a veces uno anda metido en tantos pensamientos que...
- ... que de tanto pensar podemos viajar al otro mundo sin darnos cuenta, ¿verdad? - la ancianita miraba a Gabriel con una expresión tan dulce que sintió le invadía el corazón - Usted está tan joven, tan guapo y lleno de vida ¿qué problemas pueden ser tan graves como para que le lleve un auto, así como así?
La luz del semáforo cambió, y las decenas de vehículos se detuvieron ordenadamente.
- Le tomo del brazo, joven - dijo la viejecita - ¡No se preocupe por mí! ¡Soy "peso pluma"!
Gabriel atisbó sobre su hombro izquierdo mirando posibles vehículos viniendo de Shell, y empezó a cruzar la avenida Diagonal en delicado silencio, siguiendo al ritmo lento y cadencioso de la bella abuelita que llevaba asida de su brazo. Efectívamente, parecía que la ancianita no caminaba, sino que apenas sus pies estarían tocando el asfalto.
Al llegar a la otra orilla de la avenida, el semáforo coincidió en un nuevo cambio de color, liberando la estampida motorizada que aguardaba. La viejecita soltó repentínamente el brazo de Gabriel.
- Hasta aquí llego, joven. Muchas gracias.
- No, señora; no tiene usted por qué.
La viejecita miró fíjamente a los ojos de Gabriel.
- Dios le bendiga, joven.
- Dios le bendiga a usted, señora. Un placer. - Gabriel volteó de inmediato y avanzó tres metros sobre la calle Berlín.
"Bueno... ¿veré a Mariana hoy? ¡Me encanta esa chica! ¿Estará pensando en mí? Hago mis tareas más temprano, y... ¡Un momento! ¿Qué me pasa? ¡Yo estaba muy mal! ¡Y estoy feliz! ¿Y MIS PROBLEMAS? ¿Dónde están...?".
Gabriel tuvo un presentimiento, o varios presentimientos juntos. Estaba a cuatro pasos de la esquina donde quedó la viejecita, y quiso volver a contarle lo bien que le había dejado ese encuentro breve y largo a la vez con ella. Caminó dos zancadas en un segundo, y... ¡la abuelita no estaba!
"No puede ser. Ella camina muy lento."
Gabriel corrió a ver cada tienda abierta en ese frente de la acera, y en la entrada del viejo edificio residencial. Seguro que por la extensión de su hall, la ancianita aún estaría camino al antiguo ascensor Otis. Pero no, absolutamente nada. Un señor salió de pronto del edificio, y Gabriel no dudó en preguntarle si se habría cruzado con una anciana en el pasadizo.
- ¿Anciana, aquí? No conozco a ninguna anciana, jovencito. Yo soy el administrador del edificio, y ni siquiera por visitas vienen ancianas aquí.
Gabriel intentó agradecerle, pero el hombre siguió de largo. Caminó una y otra vez tratando de explicar la súbita desaparición, y volvió su mirada hacia la acera de enfrente. El tránsito sostenido e inacabable le impedía ver con claridad el punto donde se habían encontrado.
"... ¿Qué problemas pueden ser tan graves como para que le lleve un auto, así como así?", había dicho la ancianita antes de cruzar con Gabriel la avenida. Ella, al llamarle, había impedido que Gabriel siguiera de frente con sus pensamientos, con sus frustraciones, con sus afanes... con sus preguntas sin respuestas y su obtusa manera de enfrentar la vida. Con una muerte segura y absurda, arrollado por la velocidad de unos cuantos automóviles...
La abuelita "peso pluma" nunca más cruzó una avenida ante los ojos de Gabriel... pero él decidió cruzar la gran avenida de la vida con una hermosa sonrisa nacida en el fondo de su corazón. Sabía con seguridad que nunca había estado solo, y que no lo estaría jamás.
"Dios le bendiga, joven."
"Dios le bendiga a usted, señora. Un placer."
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