Unas gaviotas graznaban paralizadas brevemente al volar, con las alas desplegadas en ligera curvatura, descendiendo con prudencia, acercándose al cuerpo tendido boca arriba de Elisa sobre la arena entre escasas hierbas primaverales, conchitas calcinadas, carreteros curiosos, y su vestido gris floreado flameando al viento.
Allí estaba Elisa, estirando con expresiones infantiles las arrugas de un rostro anciano y bello, ligeramente sonrosado aún por corpúsculos sanguíneos de vida… esa vida de la que Elisa sabía escaparía muy pronto, como escapan todos los que ya cumplieron, los que ya hicieron todo o casi todo, los que ya amaron y pelearon, crecieron y envejecieron, hablaron y escucharon, sintieron.
Los ecos sordos de Octavio, graves por la edad, pero aún sonoros recordando tiempos de cantante y anfitrión, se perdían con el romper de las olas y el jadeo de sus viejos músculos soportando los huesos al correr sobre la arena. “¡Elisa…! ¡Elisa…!”, gritaba Octavio, haciendo equilibrio con pesar en cada pisada lerda y hundida en la playa. Lloraba Octavio, lleno de miedo y angustia por su vieja compañera, por saber dónde iría desde ayer, por qué salió sin avisar, qué tenía que hacer. Toda una madrugada buscándola, solo, sin ayuda de nadie, porque nadie vivía ya al lado de ellos. La casita de playa, otrora el lugar más concurrido por la familia cada año, se había convertido en un asilo de a dos, en un escondite íntimo de recuerdos y amores renovados. Dos viejos solos que con las justas soportaban el peso de sus almas, pero acompañados por su propio aliento, su eterno amor.
¿Elisa? Una lágrima suya también cruzaba con valentía el mar de arrugas desplegadas de la mejilla a la comisura de sus labios. Ella, abstraída, no escuchó a su viejo Octavio llamarle, pues ahora sólo los sonidos del mar y del viento en sus oídos, el de su vestido gris al sacudirse contra el cuerpo, y el desfilar de la fina arena sobre los espacios donde la piel era descubierta, se habían convertido en el único mundo y su única realidad. Ni siquiera el corazón… ese amigo y enemigo que tantas veces había latido con fuerza marcando los pasos de Elisa dándole sonido a sus sentimientos, midiendo con ellos sus pasiones, saturando sus oídos hasta ser más lentos y acompasados después de entregarse al amor. El corazón acompañaba hoy a Elisa en su silencio interno, en su insólita comunión con la playa, el mar y el cielo de primavera, en la sutil fuga de cada buen o mal recuerdo que nunca más volvería a vivir en ella.
Octavio vio volar un extremo de la falda de su amada Elisa entre dos montículos de arena, y a él sí el corazón le marcó los siguientes pasos. “Elisa, mi amor…”, soltó el pobre viejo al tomar su mano fría y pegar sus labios a su oído. “¿Por qué, mi amor? ¿Por qué has salido así de nuestro lecho sin avisarme, sin motivo alguno, sin destino alguno? ¿Te has sentido mal, mi vida? ¿Hice algo que no te gustó, mi viejita linda? ¿Qué haces aquí, tan fría, tan sola, tan lejos de nuestro hogar?”.
Al separar su rostro del de Elisa, ella parecía no escucharle. Su ojos verde claros perdían la mirada en algún lugar del cielo, y Octavio no entendió si esa era o no una sonrisa, la que empezaban a dibujar sus pálidos labios.
“¿Elisa?”. Las lágrimas de Octavio empezaban a confundirse con las de Elisa, ya cristalizadas en sus mejillas. Sólo un suspiro sonó en ese cuerpo envejecido y tan tierno, y al ingresar nuevamente el aire a su boca, Elisa tornó sus ojitos cansados hacia él.
“Príncipe maravilloso… ¿por qué lloras? ¿No ves la belleza del cielo a tu espalda? ¿No escuchas al mar y las aves cantarnos, mi amor?”. Elisa levantó con dificultad su mano derecha, y acarició el rostro apergaminado de Octavio, húmedo por el llanto, y tibio por el dolor. “Siente la arena fina entre mis dedos, mi dulce amor… esos somos nosotros, tan pequeños, tan perdidos en la inmensidad, y tan únicos a la vez…”.
Octavio levantó el rostro preocupado, y ensayó una sonrisa. “¿De qué hablas mi amor? Déjame ayudarte a levantarte, que te llevaré a nuestra casita muy despacito, aunque me cueste hacerlo todo el día”.
Elisa sonrió de verdad esta vez, pero no hizo nada para apoyarse en Octavio. Elisa recostaba la cabeza en uno de sus brazos, y alcanzó a llenar de brillo sus ojitos verdes al decirle: “Amor, mi dulce amor… ¿recuerdas esto, Octavio?”. El viejo asintió, sorprendido. “Claro que lo recuerdo Elisa… bailábamos a escondidas, tarareando nosotros mismos sobre el jardín del parque… Resbalaste, y caímos así al pasto. Tú, hermosísima con tu cabecita sobre mi brazo, y yo…”.
“… y tu me besaste por primera vez, y una segunda, y una tercera que duró una eternidad… ¿verdad viejito que ese beso nunca terminó? ¡Éramos tan jóvenes, tú tan guapo y fuerte! Jamás he perdido la sensación de mis labios de ese beso. Octavio…, bésame otra vez, ¿puedes hacerlo, viejito de mi vida?”.
Octavio acercó sus labios a los de Elisa con esfuerzo y cansancio, y no pudo reprimir la emoción que transmitían sus manos ahora tibias como entonces, que le acariciaban el poco cabello y el cuello arrugado. Octavio se incorporó, y soltó el llanto. Elisa, con los ojos cerrados aún, empezó a hablar.
“¡Cuántos recuerdos, cuántos hijos y nietos que ya no están, cuántas noches y días de amor y pasión que nos hicieron felices, aún en la pobreza y en la enfermedad, como nos lo mandó el Señor! ¿Sembramos algo importante, viejito? ¿Te hice feliz, mi vida? ¿Hay una respuesta a las preguntas sobre el por qué morir ahora, y para qué todo lo pasado?”.
Octavio respondió: “No hablemos de eso, dulce Elisa, mi viejita dorada. Olvidemos la enfermedad y la muerte, que son cosas que no podremos entender aquí en la Tierra, y sólo Dios nos lo dirá en el cielo…”.
“Te equivocas, dulce amor, aunque es verdad que la respuesta la tiene Dios en el cielo. Mira, haz otro esfuerzo por mí, ya que has venido hasta aquí para buscarme. Échate conmigo, y mira al cielo.”
Ochenta y tres años a cuestas, una artrosis galopante en los dedos, y un cáncer terminal pesaban duramente sobre los músculos y huesos de Octavio. Pero los ojos maravillosos de su mujer se abrieron otra vez, esta vez con más vida y lozanía, y no pudo negarse al amor. Octavio arrastró su cuerpo al lado de su mujer, y sin retirar su brazo adolorido debajo de la cabecita blanca de Elisa, miró al cielo.
“Octavio, mira qué maravilloso brillan esas nubes en la mañana contra el celeste del cielo. ¿Ves a las gaviotas cómo se detienen sobre nosotros, apoyadas por el fuerte viento que viene del mar? Esos fuimos nosotros, jóvenes y fuertes, usando nuestras habilidades para domesticar a la vida según nuestras visiones, según nuestras pasiones, según nuestras creencias de entonces. Podíamos emprender y construir muchas cosas juntos con la fuerza del cuerpo y del espíritu, y así nació nuestro hogar, y los hijos maravillosos que tuvimos. Igualmente, esas gaviotas que ves allí cerquita, seguras, prefieren luchar contra el viento que volar más alto.”
“Pero Octavio, – Elisa estiró el brazo libre hacia el cielo - ¿llegas a ver esas aves como puntos pequeñitos y luminosos que emigran atravesando las nubes más lejanas? ¿Las ves, mi amor?”.
Octavio hizo un esfuerzo mayúsculo, pues sus lentes ya no le ayudaban mucho a mejorar la visión. Sin embargo, vio las aves de Elisa, esas que ella escogió mostrarle, y que a partir de ahora serían sólo de ella.
“Esas aves lejanas somos también nosotros hoy, lejanas, casi invisibles, en vuelos solitarios hacia destinos que sólo ellas podrán entender. Mientras, nuestros hijos con sus familias siguen volando con fuerza usando el viento en contra, con firmeza física y convicciones, pero sin comprender lo que hoy comprendo, mi amor…”.
“¿Qué es eso que comprendes hoy, Elisa?”, preguntó Octavio cautivado por las comparaciones maravillosas que su amada compañera de vida realizaba de espaldas a la arena.
“Comprendo que no somos más que simples y bellas aves en el cielo, que escriben sus historias con sólo pasar ante los ojos de los demás, y desaparecen finalmente con su propia verdad de vida que será considerada y evaluada por Dios; verdad que nunca será igual al de las demás personas. Lo maravilloso de esto, Octavio, es que nosotros decidimos hacerlo juntos como esposos, y no solos como tanta gente que se pierde volando entre esas nubes altísimas con un secreto de vida no compartido, y eso imagino debe ser algo muy triste.”
“Elisa… ¿qué fue lo que te hizo levantar de madrugada sin avisarme? ¿Necesitabas dejar el hogar, caminar por esta inmensa playa, exponerte a una neumonía para hacer éstas profundas reflexiones?”
“Mi amor, mi viejito lindo de toda una vida… te pido perdón por las angustias que te he causado, y los esfuerzos que te obligué a realizar para encontrarme. Un golpeteo repetido en la ventana de nuestra habitación me llamó la atención. Me levanté, y al correr la cortina, me sorprendí al ver una bellísima ave parada en el dintel, mirándome. Me puse de inmediato el vestido gris, te juro que sólo para salir a ver por qué el ave estaba allí. Una vez que lo hice, el ave esperó hasta que yo estuviera más cerca y echó a volar… conmigo a cuestas…”.
Octavio se estremeció al escuchar los delirios de su esposa, y se llenó de tristeza nuevamente al sentir que el mal de Alzheimer que le aquejaba avanzaba inmisericorde en ella, sin remedio. “Elisa, mi amor… ya te escuché, ahora sí, apoyémonos juntos para regresar a nuestro hogar.”
“Mi amor, ya estamos en nuestro hogar”. Octavio iba a replicar, pero una extraña sensación de frescura invadió todo su cuerpo.
“Elisa, ¿qué está pasando?”. Las arenas de la playa se iban levantando en cortinas que los rodeaban y simulaban blancos tules vaporosos, frescos, y fragantes, con olor a brisa marina. Octavio fue dejando su dolor físico, y la gran pesadez corporal pareció desvanecerse de un momento a otro.
¿Y Elisa? ¿Dónde estaba? Sentía su presencia, pero no podía verla con ojos físicos, no alcanzaba a ver su forma ni sentir su olor. Pero ella estaba allí, a su lado, pues le habló sin palabras con la misma suavidad de toda su amante existencia: “Déjate llevar, mi amor. Ahora realmente y por primera vez, estamos vivos y listos para seguir nuestra vida feliz en Dios.”
Octavio ya no era Octavio, y Elisa ya no era Elisa. Un torrente de frescura los envolvió a ambos, un tornado vaporoso ascendió desde el arenal… y en el cielo alto, muy alto, dos aves doradas volando muy juntas se unieron a la migración con destinos indescriptibles y maravillosos, perdiéndose en el sol.
FIN