Los cuarenta años eran recibidos con menos cabellos, menos dientes, una indeseable barriga, y mucho ego por disolver. Al cumplirlos, eran tiempos de cambio para mí. De esos tiempos que remueven todos los cimientos de tus visiones. De esas visiones que se ven entre sorpresas, golpes bajos y súbitas alegrías. A los cuarenta años, te preocupas por aprender a reconocer la voluntad divina más que tus propios proyectos y determinaciones de vida.
También es el tiempo en que cada vez y con más frecuencia te detienes a revisar los obituarios. Y es que de cada diez publicaciones en los diarios principales de la gran ciudad, suele aparecer alguno con el nombre de alguien que conociste o que tuvo que ver con tu trabajo, o del que oíste alguna vez y que nunca te conoció. Y es que a los cuarenta años, la muerte deja de ser un proceso extraño y ajeno.
A esta edad ya han fallecido mis cuatro abuelos, siete tíos, un primo, nueve amigos de barrio y de colegio, seis ex compañeros de mi primer trabajo, muchos conocidos y otros menos conocidos. De ser tan distante a la muerte, te conviertes en vecino de ella, y puede que hasta en amigo. Comprendes que no necesitas correr grandes riesgos, ni sufrir terribles enfermedades o accidentes para conocerla. Bastará con sólo abrir los ojos, y la muerte te saludará con el aire que respiras, con la misma naturalidad y alegría con la que cantan las aves, brillan el sol, la luna y las estrellas; y, a veces, con la misma sed con la que te tomas un trago.
Saber si seguirás “vivo” o no después de dejar el mundo físico, empieza a ser un tema de reflexión a partir de los cuarenta años, mezclado con los pensamientos más banales. Los proyectos familiares, los asuntos de negocios, las deudas, los éxitos, el stress producidos por todos estos procesos… ¿te acompañarán al pasar el umbral que separa lo físico del mundo inmaterial? O a lo mejor el último suspiro… ¿eliminará al “alma” como un vapor efímero y violento? ¿Borrará sin más y para siempre a esa esencia maravillosa que te hizo actuar como una marioneta de nadie durante una temporada terrena?
Y así se inicia esta historia; una historia a los cuarenta años… sin haber deseado estar en ese hotel.
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Y así fui parte de ese hotel por quince días, compartiendo vida con cuarenta fulanos y fulanas desconocidos de todo el país que buscaban lo mismo que yo: “hacer dinero”. La gran mayoría de ellos eran menores que yo, y eso me daba una extraña sensación de desventaja, aunque nunca me permití expresarlo en ninguna forma.
Era un hotel de cuatro estrellas en pleno centro de Miraflores. Sobrio, elegante, de buena arquitectura mixta entre lo arabesco, egipcio e hindú. Como buen representante de la modernidad, destacaba por su acogedora y discreta iluminación. Dos musculosos porteros de raza negra estaban permanentemente en la puerta, vestidos con saco y pantalón rojos, botones y charreteras dorados, brillantes zapatos negros y kepí marinero.
Noche tras noche, la cena se convertía en el encuentro entre todos los ambiciosos colegas de estudio. La primera vez, nos presentamos uno a uno al ocupar nuestro lugar en la mesa.
Yo llevaba como acompañante no invitado a un terrible dolor de muela. Ello motivó que no aceptara seguir a mis ocasionales amigos a la piscina del octavo piso para celebrar nuestra primera reunión de confraternidad. Argumenté que empezaríamos el entrenamiento muy temprano. A pesar del calor estival, yo sólo buscaba sumergirme en la cama, no en la piscina, dormir y olvidar que estaba ahí.
Horas más tarde, alrededor de la una de la mañana, risas lejanas de hombres y mujeres me quitaron el sueño.
¡Caramba! Estos chiquillos no se levantarán mañana - pensé. Recordé mi escaso entusiasmo por la nueva aventura laboral que emprendía. También recordé mi dolor de muela. Prendí el cable para distraer mi creciente fastidio, y me aburrí haciendo zapping por más de ochenta canales multinacionales.
Luego de un rato, más acostumbrado a los ecos de chicos y chicas en juerga distante, presioné el botón “Power” del control remoto, y sucumbí dominado por el sueño.
Durante el desayuno expresé mi criterio sobre lo ocurrido a Renzo, otro postulante como yo proveniente de Arequipa. Renzo se mostró preocupado, quizás molesto por mi primer comentario matutino.
- Sí, nos reunimos a tomar unos tragos junto a la piscinita, pero no hasta tan tarde - dijo Renzo, agregando - Oye, no vayas a estar comentando esas cosas. Van a creer que hemos venido en plan de juerga. Puedes ocasionarnos problemas.
Entonces comprendí que al desistir pasar el rato con ellos, dejó de ser mi asunto. Raro no haber comprendido también cuán extraño fue haber escuchado con nitidez esas voces provenientes del octavo piso del hotel, estando lejos de ellos en una linda y acústica habitación cerrada del segundo nivel.
Y corrieron así los días y las noches, calurosas y odiosas. Yo no quería estar allí, en esa rutina mercantilista y aburrida. Esperé con ansias el primer fin de semana. Las calles del distrito de Barranco fueron testigos de los momentos de sana algarabía que vivimos por pocas horas con nuestro grupo multi provincial. Regresamos al hotel a las seis de la mañana, cansados, sudados, felices de tirar a la basura todo el stress del entrenamiento comercial.
Una nueva semana de mucha tensión, exámenes constantes, exposiciones, y prácticas odiosas en las calles calientes y húmedas por el intenso verano. Nuestros cuellos de camisa encorbatados se bañaban con el inevitable sudor. En ello llevaban ventajas las damas, pues podían combinar sus faldas y blusas de verano con pequeños saquitos ligeros que poco acentuaban el calor.
La competencia era fuerte, y cada vez que retornábamos del coffee break o de las prácticas comerciales en las calles, nos sorprendía la ausencia de algún compañero. La señalética con el nombre del alumno ausente era retirada con prudencia antes de ingresar a cada clase. Pero igual lo notábamos. Uno más que no superaba las evaluaciones parciales con notas mínimas, y que era retirado con total discreción.
Desde las primeras sesiones, yo esperaba ser uno de esos “desaparecidos”; pero nada… Seguía progresando en mi capacitación, aún contra mi voluntad.
Era viernes, penúltimo día de martirios, y los capacitadores anunciaron una última evaluación. La psicosis de la expulsión era contagiante y perturbadora antes de graduarnos. A esas alturas del esfuerzo, me hubiera sentido peor si me retiraban en el último día. Tenía que salvar mi honor de cuarentón pujante y decidido a vencer las inercias propias de esa edad.
Mis compañeros y yo decidimos encontrarnos por la noche para estudiar en el octavo piso del hotel. Junto a la piscina se encontraba ubicada una pequeña sala de conferencias, lugar idóneo para nuestra concentración.
Llegué antes que todos, puntual y decidido a ganar. El calor a esas horas de la noche se mantenía, así que subí con ropa veraniega. Desde esa altura, en la soledad, empecé a disfrutar del panorama nocturno que ofrecía una Miraflores iluminada, moderna, impersonal. Sin embargo, mi mente me llevaba a los recuerdos lejanos de muchacho de barrio, entre aventuras juveniles y antiguas brumas costeras.
Ante la demora de mis compañeros empecé a cantar, interrumpido de vez en cuándo por el sonido de las poleas del ascensor Otis, todas instaladas en pequeños cubículos cerrados en ese piso. Cada vez que esto ocurría, introducía mi cabeza por el enorme tragaluz ovalado, lleno de vitrales, que coronaba los ocho pisos del hotel. Desde ese punto privilegiado, uno podía distinguir casi todo, desde el lobby hasta el penúltimo nivel. Era como asomarse a un enorme pozo iluminado y lleno de color, repleto de pequeños duendes uniformados en movimiento al compás de la música instrumental.
Sonaban otra vez las poleas del ascensor. Buscaba con la mirada a mis compañeros. No se veía movimiento de puerta alguna, ni a ellos entrando o saliendo en ningún nivel.
Estaba totalmente distraído en mi propio mundo de calor con brisa tibia veraniega, música, luces nocturnas y recuerdos. No me molestaba la espera. El sonido de poleas se repitió una, dos, tres, y otras tantas veces. Cada vez que sonaban, interrumpía mi tarareo musical, y me asomaba por el tragaluz.
Y así pasaba el tiempo.
- Así es. Hay mucho movimiento aquí arriba, y me estoy sintiendo incómodo porque se me pegan. Ellos perciben que los veo, y buscan que yo les preste atención.
Y Ho Ming siguió hablando del tema, mencionando que ese hotel estaba ubicado en zonas de Miraflores donde se había librado una de las más fuertes batallas contra los invasores chilenos, y que esas almas andaban perdidas.
Efectivamente, a fines del siglo diecinueve, la llamada “Guerra del Pacífico” entre Perú y Chile tuvo al actual distrito de Miraflores como uno de los escenarios de batalla más sensibles y representativos. Murieron niños y adolescentes jugando en serio a ser soldados. Jóvenes peruanos que apenas sabían manejar su propio idioma, tuvieron que tomar las armas y enfrentarse con los invasores del sur sin saber exactamente por qué. Y también sin saber por qué, morían destrozados por los cañonazos, atravesados por los sables y cuchillas, y acribillados por las municiones de los fusiles chilenos. Hasta hoy encontramos piezas de artillería, mochilas y cadáveres calcinados al momento de excavar profundamente para sentar las bases de modernos edificios. Tan modernos como el hotel luminoso donde estábamos somnolientos, estudiando para nuestro examen final.
No pude evitar dejar correr mi imaginación al son de las palabras del chino Ho Ming, viendo por segundos una multitud de espectros desorientados atravesando la mesa de trabajo, traspasando con despojos y colgajos de piel entre los huesos transparentes nuestras hojas de cálculo, lapiceros, plumones, y las plantillas informativas de los productos de vida y accidentes. Reconozco que, a pesar de mi escepticismo, un ligero escalofrío escarapeló los escasos cabellos en mi cabeza, y parpadeé tres veces para volver a la realidad.
Ho Ming explicó que lo mismo le sucedía cuando compraba en lugares como el centro del mercado informal limeño Mesa Redonda, donde decía que las almas en pena de tanta gente fallecida en el dantesco incendio ocurrido en un fin de año, se le acercaban y “pegaban” todo el tiempo. Peor en los cementerios y barrios de la vieja Lima.
- Es desagradable que figuras retorcidas y quemadas se te crucen, te miren a los ojos, y “se te peguen” a la espalda adonde vayas, porque después no te quieren soltar.
Mientras el gordo Ming hablaba, peinaba los lacios cabellos negros con sus dedos redondos y amarillentos con cierta exasperación.
- Entorpecen tus acciones, y roban poco a poco tus propias energías, no te dejan progresar.
A estas alturas de la conversación, las chicas estaban con los ojos muy abiertos, y parecían como si les hubieran despertado con agua helada.
- Bueno – dije - entonces hay que terminar de estudiar de una vez, porque entre el sueño y los muertos que nos roban energías, nos jalarán mañana.
Al terminar la sesión de estudios, abandonamos el auditorio y entramos a la agradable oscuridad veraniega. Caminamos juntos con rumbo a la escalera.
Abruptamente, me aparté de las chicas mirando hacia atrás.
-¡Buenas noches! - dije al aire.
-¿A quién le dices eso? - preguntó una de ellas.
- ¿Cómo? ¿No era que estábamos rodeados de demasiada gente? Soy muy educado, por lo menos hay que despedirse, ¿no? - solté una carcajada ante las gesticulaciones molestas de las chicas.
Luego nos separamos, y cada uno se retiró a su habitación a dormir.
Dos y media de la mañana. Unos alaridos femeninos me quitaron el sueño. Era una voz ronca, gruesa, que parecía gemir o reír en estado de ebriedad, de locura, difícil de decir. Muchas otras voces de hombres y mujeres murmuraban al mismo tiempo, como extraño coro que acompañaba los gritos de la mujer.
Por más que intentaba comprender una sola palabra, no pude lograrlo. Era tal el escándalo, que empecé a creer que Patricia (una de nuestras amigas de estudio, grande ella, provinciana y con tremendo vozarrón) estaría peleando con algún compañero o compañera de nuestro grupo. Acostumbraba a hacerlo, pero… ¿A esa hora? ¿Y en dónde? ¿En qué parte del hotel estaría gritando así?
Como no llegaba a comprender el motivo de esos gritos y de los rumores que los acompañaban, decidí llamar a la recepción del hotel. Levanté el auricular, pero desistí de hacerlo en el acto. Al fin de cuentas, eran mis compañeros de estudio y de angustias compartidas, casi fraternos en el esfuerzo. Podía causarles un daño involuntario al denunciar el escándalo.
Por otro lado, ¿cómo era posible que el hotel y su personal nocturno no estuviera haciendo nada para evitar la bulla?
Me levanté para ir yo mismo con la decisión de intervenir, pero también me detuve. Pensé: ¿Y si nuestro gerente comercial que se aloja en la suite interviniera personalmente a mis compañeros? ¿Y si yo termino tontamente involucrado en un escándalo ajeno, sólo por estar ahí parado entre ellos?
Finalmente y con mucho pesar, me quedé tendido en la cama, prendí el cable, y mantuve mi angustia insomne por quince minutos más.
- ¡Así es, pues! ¡Nunca entiendes lo que ellos hablan!
A los cuarenta años piensas que ya no hay nada más que te puedan hacer creer, si tú mismo no lo viste o viviste antes. A Ho Ming no le creí, y me permití burlarme de él ante mis colegas de estudio.
FIN